
La bandera, el Dominico y el juicio: signos del amor que Dios no condiciona
El apóstol Juan proclama una verdad que no sólo describe a Dios, sino que desenmascara todo aquello que pretende presentarse como divino sin serlo: “En el amor no hay temor; el perfecto amor echa fuera el temor” (1 Jn 4,18). Esta afirmación es una clave hermenéutica para toda la revelación cristiana. Donde hay miedo, coacción o sospecha, no estamos ante el Dios revelado en Jesucristo, sino ante ídolos revestidos de religiosidad. El amor, en Juan, no es un sentimiento, sino la manifestación misma de la vida trinitaria derramada en la historia; es, por tanto, criterio absoluto para discernir la autenticidad de toda praxis eclesial.
A la luz de esa verdad, la escena vivida recientemente en Sevilla, un sacerdote dominico manifestando públicamente acogida mediante una bandera arcoíris, y un individuo increpándolo, no es un simple incidente local. Es un signo. Un signo que pone en contraste dos lógicas irreconciliables: la lógica del Logos encarnado, que se manifiesta en la hospitalidad, y la lógica del temor, que se manifiesta en la confrontación hostil. No se trata de un conflicto político, sino de un conflicto teológico: qué Dios anunciamos y qué rostro de Cristo reflejamos.
La tradición joánica es clara: el miedo pertenece a la esfera del “antievangelio”, de aquello que oscurece la gracia. Por eso, cuando dentro de la misma Iglesia surgen discursos incluso de autoridades que, en relación con las personas LGBTQI+, mezclan la palabra “acogida” con la necesidad de “corregir”, “vigilar” o “reorientar”, se introduce una fractura doctrinal profunda. Se afirma que Dios ama, pero de inmediato se añade un condicional. Se proclama la dignidad humana, pero se relativiza en cuanto alguien se sale de los modelos normativos. Teológicamente, esto implica colocar límites al amor de Dios que ni el propio Dios ha colocado.
Jesús, según los Evangelios, nunca actuó desde la sospecha. La samaritana no fue examinada antes de recibir la revelación del Mesías; el leproso no fue filtrado antes de ser tocado; Zaqueo no fue evaluado antes de que Jesús se hospedara en su casa. La dinámica siempre es la misma: la gracia precede a la conversión, no al revés. Pretender condicionar la acogida es invertir el orden salvífico, negar la iniciativa divina y convertir la pastoral en mecanismo de regulación moral. Eso no es cristología: es moralismo.
La escena sevillana, leída teológicamente, muestra la colisión entre el ethos de Jesús, la kenosis que se hace cercanía, el ethos del miedo y la rigidez que se hace confrontación. El sacerdote dominico que sostiene un signo de inclusión está prolongando sacramentalmente el gesto de Cristo que se sienta con los excluidos. El que increpa actúa desde aquello que Juan denuncia explícitamente: un temor que genera juicio, no comunión. La pregunta, entonces, no es qué postura es más “progresista” o más “tradicional”, sino cuál es más fiel al Dios revelado en Jesucristo.
Este discernimiento se vuelve aún más urgente a la luz de Juan 21:17. Jesús confía a Pedro el pastoreo con una sola condición: “¿Me amas?” No le pregunta si comprende toda la doctrina, ni si está moralmente a la altura, ni si sabrá administrar fronteras comunitarias. Sólo una cosa importa: el amor. La misión pastoral nace de la participación en el amor trinitario. Si la Iglesia pastorea desde el miedo, contradice la fuente misma de su autoridad; si pastorea desde el amor condicionado, se aparta de Cristo y se acerca más a los modelos farisaicos que Jesús cuestionó con mayor severidad.
Teológicamente, acoger a las personas LGBTQI+ no es un gesto de “tolerancia” sociológica, sino una exigencia de la cristología y de la antropología cristiana. Somos imagen de Dios en nuestra diversidad, no a pesar de ella. La creación no es uniforme, sino multiforme; la gracia no homogeniza, sino que plenifica. Negar esa diversidad como parte de la obra creadora es, en el fondo, una forma de empobrecimiento teológico: supone imaginar a un Dios que sólo se refleja en un tipo humano específico y niega su presencia en los demás.
Por eso, cuando ciertos discursos eclesiales alimentan el miedo y justifican la exclusión, no están protegiendo la verdad: la están reduciendo. Están sustituyendo la teología de la encarnación por una teología del control. Y así olvidan que el Verbo se hizo carne, no norma; historia concreta, no abstracción moral; encuentro liberador, no dispositivo disciplinario.
La escena de Sevilla nos recuerda que hoy, quizá más que nunca, la Iglesia debe decidir si quiere ser signo del amor que echa fuera el temor, o si seguirá dando lugar al temor que expulsa el amor. Entre ambos no hay neutralidad posible. Juan ya trazó la línea. Jesús ya mostró el camino. La Iglesia no puede elegir lo contrario sin dejar de ser sacramento de Él.
Pedro Lorenzo Rodríguez Reyes es integrador social, técnico en Gerontología Social por la Universidad de León y director del CAMP El Tablero.






















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