
Roberto llegó a casa un poco más tarde de lo habitual. Comenzaba a anochecer pero aquel martes había habido más citas de afiliados en el despacho jurídico de Comisiones Obreras en el que trabajaba. En el pasillo se habían acumulado las dolencias de las camareras de piso de los hoteles, las interpretaciones del convenio colectivo por parte de las cajeras de los supermercados, los técnicos del frío que querían preparar una huelga en la empresa… ese era su cometido desde hace años, recién acabada la carrera de Derecho y, al poco, entró siendo el benjamín entre otros laboralistas ya veteranos que le inculcaron el amor al oficio activado por el compromiso militante. Era abogado de los trabajadores no solo por el salario que le dispensaba el sindicato, naturalmente, sino también por el vínculo a una causa que justo lo estimulaba cuando aparecía el cansancio o la tristeza en alguna jornada, como le sucede a todo el mundo.
Aquella tarde en el piso le aguardaba Nuria. Había salido antes de la oficina, pues en agosto apenas había expedientes que tramitar. Nuria y Roberto se conocieron en una manifestación del Primero de Mayo. Coincidieron, como el que no quiere la cosa, entre otras compañeras y compañeros que los presentaron hasta que, mediado el recorrido, se vieron apartados dialogando mientras avanzaba la manifestación. Quedaron otro día a tomar algo y, así, como el que no quiere la cosa, pasados unos meses se casaron, se hipotecaron y compartieron vida.
Mas hacía un periodo que se palpaba cierta frialdad en el hogar. Las caricias eras demasiado rutinarias, los gestos de cariño se antojaban casi impostados y se introdujeron en una inercia que Roberto no entendía pero Nuria sí, y desde hace mucho tiempo. Se había disipado la sal, la capacidad de improvisación y de regenerar el amor mutuo sin pautas comunes, sin reglas pequeñoburguesas para cumplir sin más.
Ambos superaban los cuarenta años. Y asomaban las primeras dudas de si tenía sentido o no permanecer juntos. En realidad, le ocurría a Nuria. Roberto estaba absorto entre la tarea en el despacho del sindicato y las mañanas de los juicios; meciendo entre trabajadores que reconocían su labor y otros que se creían clientes pues acabaron afiliados por puro interés del momento. ¿Dónde estaba el compromiso militante? ¿Qué impulso requería el amor profesado entre Roberto y Nuria? Preguntas que sobrevolaban en sus aconteceres hasta que una mañana de agosto uno de los dos tuvo un detalle que el otro no esperaba, y entonces todo recobró su sentido: la lucha sindical lucía imprescindible, vencía el amor como respeto reposado en el afecto de largo aliento. Y septiembre retomó la luz de la vida.
Pepe | Martes, 19 de Agosto de 2025 a las 13:39:41 horas
No se olvide Rafael, que estos de CCOO, sobre todo los dirigentes son nunca han hecho nada por el obrero yodo a favor del Gobernante y más si son de izquierda le recuerdo que por algo le dicen los marisqueros
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