
¿Te imaginas que todos los habitantes de Canarias viviésemos en La Gomera?
Esta comparación, simple pero impactante, refleja la realidad de la Franja de Gaza: un territorio de apenas 365 km², equivalente a la isla de La Gomera, donde viven hacinadas más de 2,2 millones de personas. La densidad supera los 6.000 habitantes por kilómetro cuadrado, una de las más altas del planeta. La mitad son menores de edad, con una edad media de apenas 18 años, y casi ninguno puede salir.
Esta dramática situación no es accidental. Gaza lleva bloqueada por mar, aire y tierra desde hace más de 15 años. Sus fronteras están bajo control de Israel y Egipto. La entrada y salida de bienes está restringida, al igual que el movimiento de las personas. Gaza no tiene aeropuerto ni puerto operativo, y tampoco ejerce control sobre su espacio aéreo. En la práctica, es un territorio bajo asedio permanente.
Antes del bloqueo, muchos habitantes de Gaza trabajaban en Israel o vivían de la agricultura, la pesca y el pequeño comercio. Hoy, el desempleo supera el 50%, y entre los jóvenes alcanza alrededor del 70%. Esto no es por falta de iniciativa, sino consecuencia directa de un bloqueo que impide cualquier desarrollo económico sostenible.
La situación se ha deteriorado aún más desde el 7 de octubre de 2023, cuando Gaza sufrió una ofensiva militar sin precedentes. Más de 35.000 personas han muerto, en su mayoría civiles. Hospitales, escuelas, universidades, panaderías y barrios enteros han sido arrasados. La población desplazada sobrevive entre ruinas o en tiendas de campaña, sin acceso a agua potable ni electricidad. No hay refugio, no hay salida, no hay futuro claro.
Frente a esto, es imprescindible reconocer que los ataques de Hamás contra civiles israelíes son absolutamente inaceptables. Constituyen crímenes de guerra y deben condenarse sin ambigüedades. Sin embargo, tales ataques no justifican el castigo colectivo contra toda una población civil. El derecho internacional prohíbe explícitamente ese tipo de represalias. La justicia nunca puede construirse sobre más violencia.
Existe además una dolorosa asimetría en cómo se trata a las víctimas. Cuando mueren civiles israelíes, conocemos sus nombres, sus rostros, sus historias. Cuando mueren palestinos, suelen ser presentados como una cifra, una estadística creciente día tras día. Esta deshumanización facilita la indiferencia, y la indiferencia abre camino a la impunidad. Este desequilibrio no es casualidad. Quien controla los medios controla también la narrativa. Y quien impone la narrativa decide qué muertes duelen y cuáles no. Por eso es crucial decir las cosas por su nombre.
Criticar al Estado de Israel no es antisemitismo ni odio hacia el pueblo judío; es denunciar los crímenes específicos de un Estado. En el mundo hay aproximadamente 15,7 millones de judíos, de los cuales menos de la mitad —unos 7,1 millones— viven en Israel. La mayoría reside en la diáspora, principalmente en Estados Unidos y Europa. Por ello, cuestionar las acciones del gobierno israelí no supone atacar una religión ni a una comunidad, sino ejercer un deber ético ante la injusticia.
Lo que ocurre en Gaza es insoportable. Mirar hacia otro lado nos convierte en cómplices. La vida de un niño palestino tiene exactamente el mismo valor que la de cualquier otro niño del mundo. No actuar también es una decisión consciente. Elegir el silencio ante una masacre es, inevitablemente, perpetuarla.
























Toni Cabrera | Lunes, 01 de Septiembre de 2025 a las 22:27:07 horas
Desde el río hasta el mar, PALESTINA LIBRE
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