
En un margen de la GC-100, justo al lado de la Iglesia de la Inmaculada Concepción de Jinámar, se halla una pequeña casa terrera con un encanto particular. En el frontis, y sobre una puerta de madera de dos hojas, se puede leer un letrero con la palabra “Camineros”. Éste es un cuerpo que se creó en España en el siglo XVIII para mantener limpios y acondicionados los caminos del Estado.
En la actualidad, esta casita, con el número 2, en el pueblo jinamero, la habita el matrimonio formado por María del Carmen Carreño y Carmelo Betancor Moreno, con quien mantenemos una charla con motivo de su reciente jubilación y hacemos un breve repaso sobre su trayectoria vital.
Su vida parecía destinada al trabajo que ejerció durante 44 años, pues el nacimiento de Carmelo Betancor Moreno (Telde, 17 de julio de 1961) se produjo en la casa del caminero que, a día de hoy, aún existe en las inmediaciones de La Barranquera. En ese tiempo, sus padres, Juan Betancor Arencibia y Juana Moreno Ramírez, se habían trasladado desde su Moya natal hasta la ciudad de los faycanes.
P- ¿Cuáles fueron las circunstancias por las que sus padres cogieron los bártulos y pusieron rumbo a Telde?
R- Mi padre era peón caminero y estaba destinado en Telde, por eso nací en esa casa de La Barranquera. Posteriormente, cuando ya tenía los 3 años cumplidos, vinimos a Jinámar.
P- ¿Su padre se encargaba del camino de Jinámar?
R- No. Él se dedicaba a mantener en condiciones el camino desde Jerez hasta el Goro. Todos los días se iba con la bicicleta. Además, se esmeraba muchísimo en hacer bien su trabajo porque, en aquella época se daban premios a los camineros que tuvieran los caminos más bonitos, es por eso por lo que hay plantadas tantas pitas, para embellecer… Él se llevó varios de esos premios. Unas veces eran cestitas de Navidad y, otras, dinero.
P- Su padre no fue el primero peón caminero de la familia…
R- No, el primero fue un tío suyo, Juan Betancor Betancor, que fue el que le animó a formar parte de la profesión y el que residió en esta casa antes que nosotros.
P- ¿Y a usted le entró en gusanillo desde chico?
R- ¡Qué va! Yo trabajaba en una empresa, pero formé una familia y de peón caminero se cobraba más. ¡Empecé cobrando 300 pesetas! Y, fíjate, que la empresa en la que estaba, al año siguiente quebró, así que hice bien.
P- ¿En qué consistieron las pruebas para entrar a formar parte del cuerpo de peones camineros?
R- Era un examen escrito y luego uno práctico. Me presenté un año y suspendí. Las pruebas fueron en la antigua casa Renault, donde está la Tropical. Nos mandaron a picar en el asfalto para hacer una zanja de 20 centímetros de profundidad y todo lo largo que se pudiera. No aprobé. Me volví a presentar el siguiente año. Ése nos llevaron a una cuneta que era de tierrilla floja, fallé poco y pasé, pero al poco ya quería irme.
P- ¿Por qué motivo?
R- Porque me mandaron a limpiar cunetas. Mi primer destino fue en Cuatro Puertas limpiando cunetas. No hay sitio con más garrapatas que una cuneta. Entonces tenía 20 años, venía de estar en oficina, era administrativo, se me daban bien las matemáticas y sabía escribir a máquina y, de repente, me veo limpiando cunetas… Pero aparecieron oposiciones para encargado y dije: “¡Me libré de las garrapatas!” Ascendí y luego pasé a encargado general.
P- El trabajo que realizaba usted hasta hace unas semanas dista mucho del que hacía su padre.
R- Sí, el cuerpo de camineros del Estado lo fundó Santo Domingo de la Calzada. Los primeros que empezaron la vigilancia en las carreteras fueron los camineros. Años más tarde, ya pasaron las competencias a la Guardia Civil. En mi caso, mi trabajo ha sido más de vigilancia, el estar pendiente de que se cumpla con lo estipulado en las obras. Hay quien, si te puede hacer algo con menos cantidad de hormigón, lo intenta, y ahí estoy yo para controlarlo.
P- En estos años, ¿qué obras recuerda?
R- Estuve trabajando en los tramos 6 y 7, que son los pasos inferiores de Las Canteras, el que pasa por debajo del edificio Miller, a la altura del Puerto hasta Belén María, también en el túnel de Julio Luengo hasta la Granja del Cabildo, en los falsos túneles de Tafira; en la circunvalación de Telde, tramo San Juan – San José de las Longueras…
P- ¿Cuál fue la obra de despedida?
R- La última, en la que me retiré, la del Risco – Agaete.
P- El pasado 28 de febrero de 2025 fue su último día de trabajo, ¿cuántos peones camineros quedan en la actualidad?
R- Con mi retirada, sólo queda uno en la isla de Gran Canaria.
La conversación transcurre en un patio amplio y luminoso, entre el salón, el baño y la cocina, sin apenas ruidos. Un remanso de paz que se contrapone con el bullicio de la carretera general.
P- La casa del caminero, desde fuera, parece una, pero en realidad son dos...
R- La casa está dividida en dos. La parte que ahora ocupa el Patronato de Fiestas pertenece al Ayuntamiento de Telde. Allí vivía el otro peón caminero de Jinámar, Francisquito Ortiz. Él no iba en bicicleta, como mi padre. Él tenía una categoría superior, era como una especie de encargado, y se movía en moto.
P- Háblenos un poco de esta construcción, que ha sido su hogar desde los 3 años.
R- Esta casa es muy antigua y tiene más años que la actual Iglesia de Jinámar. La vivienda antes era de una sola planta, la hemos ido ampliando. Las tejas que se conservan son las originales. (Me dan mucho trabajo…) Una cosa curiosa que te puedo decir es que antes, la casa era blanca, pero tuvimos que cambiarle el color porque, cuando pegaba el sol, deslumbraba a los vecinos y se quejaban – se ríe – Mira, esa palmera – señala un ejemplar que se asoma desde el terreno trasero a la casilla – la he visto crecer. Era mucho más pequeña, no superaba el muro.
De los tres hijos habidos en el matrimonio de Juan Betancor y Juana Moreno, Carmelo es el mayor y único que aún vive. Recuerda una infancia bonita en Jinámar, comiendo moras, comprando petróleo para la cocinilla y acudiendo a clases con el maestro don Aniceto. “En aquella época, encontrar un profesor que no te pegara era complicado, y don Aniceto era bueno. Doña, María, sin embargo, te daba unos pellizcones…”
Desde la azotea de la vivienda, hace retroceder su memoria hasta cuando la construcción era un poco mayor y albergaba un espacio destinado a las gallinas, justo entre la puerta verde de la entrada lateral y el edificio abandonado, hoy convertido en palomar, donde hay un supermercado. “El árbol que se ve en la esquina, el que da hacia la carretera general, lo plantó mi padre hará lo menos 20 años. Él le llamaba el bonito”, recuerda con una sonrisa.
Despedimos de Carmelo, dejando atrás el árbol bonito, la palmera canaria y la encantadora casita de los peones camineros, testigos mudos de la historia de Jinámar.
Ciudadana Teldense | Jueves, 20 de Marzo de 2025 a las 07:39:32 horas
Que historia tan bonita de nuestra cultura Canaria.
Gracias por compartirla, la he leído hasta el final porque me ha resultado interesante.
Disfrute de su jubilación como se merece
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