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Caminando hacia la desmemoria (LXXXVIII)

Allí vamos a parar...los cementerios de Telde (1ª parte)

Reflexión del cronista oficial de Telde, Antonio María González Padrón, licenciado en Geografía e Historia

TELDEACTUALIDAD/Telde 1 Jueves, 24 de Octubre de 2024 Tiempo de lectura: Actualizada Jueves, 24 de Octubre de 2024 a las 18:32:21 horas

El siglo XVIII ha quedado para la Historia con el epíteto de Siglo de Las Luces, y realmente fue así, aunque a lo largo de los tiempos pretéritos existieron otros tanto momentos en que La Luz se hizo presente, al menos, en las sociedades más avanzadas de Oriente y Occidente.

 

La Ilustración, fenómeno social, económico y cultural, extiende sus profundas raíces en el uso cotidiano de la razón. Cuestión ésta tan antigua como el propio der humano, aunque más notorio a partir del siglo V a.C., cuando en la Grecia Clásica los pensadores o filósofos construyeron diferentes métodos para acercar el conocimiento al común de los mortales.

 

No obstante, cuando hablamos de Ilustración, así con mayúsculas, irremediablemente, al menos en España la[Img #1002785] asociamos  al eximio Carlos III, el cuarto de su dinastía, familia que reinaba en nuestra Nación, desde 1713. Pero hay certeza histórica que dicho movimiento se gesta mucho antes. Algunos investigadores retrotraen su posible génesis a los primeros años del reinado de Felipe V, aquel Duque de Anjou, convertido en rey hispano a pesar de sus orígenes gabachos. Otros más prudentes señalan el fructífero reinado de Fernando VI como el detonante ilustrado. Ni decir tiene que el efímero gobierno de Luis I, predecesor de éste último, no tuvo repercusiones apreciables en el mundo de las ideas, once meses no dan para mucho.

 

Dejada atrás la dinastía de Los Austrias, dividida en dos periodos bien diferentes, marcados por la opulencia y la consecuente decadencia, éstos fueron calificados de mayores y menores. Al primer grupo pertenecen Carlos I, el Rey-Emperador y su vástago Felipe II. El segundo lo forman Felipe III, su homónimo Felipe IV y el hijo de éste, el desgraciado Carlos II. Fue entonces cuando las negras sedas se trocaron en policromáticas vestiduras, y con ellas fue introduciéndose, poco a poco, a una nueva forma de vivir y sentir, aunque muchos se resistieron a los nuevos aires, tal es el caso duramente contestado por el acortamiento de capas y sombreros, que llevó consigo el famoso Motín de Esquilache.

 

En pleno reinado del Rey-Alcalde, sobrenombre de quien antes de ser rey de España lo fue de Nápoles, Carlos III, comenzaron a firmarse Reales Órdenes, algunas totalmente nuevas y otras profundizando en anteriores, todas ellas concernientes al buen uso de la higiene y sanidad pública de la que tan necesitados estábamos por entonces.

 

La Ciudad de Telde, que había crecido paulatinamente en los últimos doscientos cincuenta años, distaba mucho de ser una urbe saneada, muy al contrario, y según el Dr. D. Pedro Hernández Benítez, hasta bien entrado el siglo XX, las costumbres relajadas del vecindario se hacían notar en los depósitos de detritos y toda clase de líquidos pestilentes en plena vía pública. Los alcaldes del XIX repetían, una y otra vez, que no se usaran las calles para tales menesteres y mucho menos para hacer correr la sangre y las vísceras de los animales, que con total impunidad se sacrificaban, a la vista de los transeúntes, sobre poyos y aceras.

 

En el mismo orden de cosas preocupó a nuestros primeros ediles y a los diferentes consistorios que se sucedieron en los siglos XVIII, XIX y XX, el tema de los cementerios o camposantos. Es verdad que por diferentes motivos, ya que en el siglo XVIII se habló siempre de espacios encaminados a ser fosas comunes para enterrar a las víctimas de las diferentes epidemias y hambrunas. En el siglo XIX se impuso la obligatoriedad de enterrar en los ya habilitados campos y, en el XX en sus sucesivas ampliaciones.

 

No fue nuestra Ciudad, ni mucho menos, la que iniciara en Gran Canaria la construcción de su cementerio. Así Las Palmas de Gran Canaria, por entonces sede del único

 

obispado de Canarias, quiso aplicar las nuevas normativas sobre enterramientos, pero ésto no fue posible hasta ya iniciada la segunda década del siglo XIX. En 1811 y, tras la muerte de un canónico de la Catedral, su Cabildo se queja amargamente del problema que se le presentaba al negarse la autoridad civil que éste clérigo fuera enterrado en Santa Ana, teniéndolo que hacer en un cementerio existente en el exterior de la ermita de San Cristóbal, propiedad de los Sres. Conde de la Vega Grande de Guadalupe, quienes a su vez habían heredado toda la finca de Cristóbal García del Castillo, a través de la dote que éste ofreció en su yerno, el primer Ruíz de Vergara antes de 1539.

 

Hubo que esperar a finales de 1813 para que el Cementerio Católico de Las Palmas, según denominación de la época, fuera concluido. Desde entonces luce una soberbia fachada neoclásica en cuyo frontispicio se puede leer: Templo de la Verdad es el que miras, no desoigas la voz del que te advierte, que todo es ilusión menos la muerte. La obra en mampostería y cantería gris exquisitamente labrada, fue diseñada por el escultor guíense, D. José Luján Pérez.

 

En Santa Cruz de Tenerife se comenzó a exhumar en 1811, titulando al camposanto de San Rafael y San Roque, ya que ocupaba los terrenos aledaños a la antigua ermita del Arcángel. Toda la construcción se llevó a cabo con aportaciones generosas de los vecinos, tanto en lo material como en lo laboral. En la Villa de El Ingenio, Gran Canaria, el llamado Cementerio Viejo se terminó en 1815. Granadilla y Arafo, en Tenerife, datan de 1821 y 1839. Güimar y Fasnia, en la misma isla, son de 1928. Santa Brígida estrena cementerio en 1862, de todo ello deducimos que los camposantos insulares comenzaron con el siglo XIX y fueron construyéndose a lo largo del mismo, aunque hay casos muy notables realizados en pleno siglo XX. Ejemplo de ello el de San Gregorio Taumaturgo de Los Llanos de Telde, finalizado en 1905.

 

Al saludar la nueva centuria decimonónica, las fuerzas vivas de la ciudad comenzaron a pedir serias mejoras en todos aquellos aspectos, que de forma directa o indirecta tenían algo que ver con la sanidad pública. Así las cosas y a partir de entonces, se emitieron varios informes favorables de las autoridades provinciales, por aquellos tiempos, residentes en Santa Cruz de Tenerife, y de las insulares grancanarias que ahondaron en las perentorias necesidades, que evidenciaban el lamentable estado del Hospital de San Pedro Mártir de Verona: Unos jergones tirados en el suelo y unos catres de cuatro vientos, separados por cortinas de muselina y dispuesto en una larga dependencia hacían de dormitorio común para una veintena de enfermos. Las curas repartidas entre sangrías, lavativas y cauterizaciones, éstas últimas a veces realizadas aplicando el dolorosísimo  método del mercurio, daban un aspecto lúgubre al lugar.

 

Nada se sabía de boticarios hasta pasado el educador de dicho siglo y los médicos, inexistentes cuando no insuficientes. Todo ello se reflejaba en una mortalidad elevada que no respeta ni a ricos ni a pobres, ni mucho menos a los diferentes estadíos de la pirámide de edad. 

 

A partir de la década de los veinte se hicieron varias gestiones desde el M. I. Ayuntamiento de Telde y desde la propia Parroquia Matriz de San Juan Bautista para agenciarse unos terrenos que convertir más pronto que tarde en camposanto. Se realizaron varios estudios, de los que solo tenemos noticias muy vagas y de transmisión oral, aunque no desistimos en nuestro empeño de encontrar, algún día, la documentación pertinente.

 

En esas valoraciones se tuvieron en cuenta, las distancias óptimas en referencia a la localidad, los vientos dominantes y sus variables momentáneas, las características físicas del terreno, tales como, su permeabilidad, su composición química, su relieve, etc.

 

Los entendidos proponían que el camposanto se situase entre una milla o milla y cuarto de la urbe, que el espacio estuviese libre de impedimentos físicos tales como: montañas cercanas, cauces de arroyos, profundos barrancos, pozos, galerías, etc., los vientos debían soplar mayoritariamente en contra de la población o dejando ésta al margen, aún en el caso de cambios estacionales. Por otro lado l llaneza del terreno era un bien codiciado.

 

Se evaluaron varios lugares y al final se convino en un terreno en mitad de la Vega Mayor, equidistante unos trescientos metros del costado Este de la Iglesia Parroquial de San Bautista. El camino que llevaba hasta allí, era algo más longo, toda vez que discurría, tras varios metros entre la Plaza de la Iglesia y La Alameda, por la también cercana Plaza de Marín y Cubas, la calle de La Cruz, hoy llamada Licenciado Calderín y el camino del cementerio, denominado así a partir de entonces. Unos mil o mil cien metros aproximadamente.

 

El nuevo camposanto delimitado por un cuadrado de tapial de mampostería, se abría en su lado norte a través de tres vanos o puertas, siendo la central mucho más ancha y alta que sus colaterales. La altura del muro perimetral era de unos dos metros y medio, aunque por el lado sur se reducía a solo dos metros, salvándose así unos desniveles preexistentes. La superficie total era de 230,4 m2, resultado de una fachada de 48 metros lineales e idéntica dimensión de fondo.

 

El espacio sepulcral debía ser utilizado por el común de los difuntos de la parroquia de San Juan Bautista, que era lo mismo que decir por todos los teldenses. Se reservó las franjas interiores inmediatas al tapial para las grandes familias, formadas por terratenientes, comerciantes, industriales, funcionarios de alto rango, sacerdotes, etc., quienes previa limosna a la parroquia adquirían el título de propietarios, para ellos y sus descendientes.

 

Dos pequeños espacios, a ambos lados de la entrada principal quedarían reservados, el uno a la derecha para los suicidas, Protestantes o “infestos de herejía o cualquier credo no Católico” y el otro a la izquierda para los infantes sin bautizar.

 

El solar resultante o central sería dedicado a sepulturas del pueblo llano, por lo que no eran de propiedad. A cambio de una módica cantidad tenían derecho a la sepultura por cinco años prorrogables otros tantos, y así sucesivamente.

 

En los primeros años del siglo XX se construyeron los primeros nichos y éstos pasan a ser propiedad de otras tantas familias.

 

Aunque pueda parecer anecdótico, los teldenses no aceptaron, sin alguna que otra resistencia ser enterrados en el nuevo camposanto, todos querían hacerlo en el subsuelo de la iglesia parroquial o en cualquier otra superficie sagrada: Oratorios, ermitas, etc., para convencerlos se aludía a motivos higiénico-sanitarios, ya que según la propaganda de los gobiernos liberales el hecho de inhumar a la manera tradicional acarreaba serios perjuicios para la salud pública, pues potencialmente cada templo se convertía en un foco de infección. En cambio, en los nuevos cementerios, tanto por su aislamiento como por sus normativas, éstos se convertían en lugares ideales para evitar toda clase de epidemias.

 

Los pleitos interpuestos por algunas familias teldenses en la segunda mitad del siglo XIX, llegaron a los más altos tribunales de justicia, y aunque éstos sentenciaran siempre a favor de las nuevas leyes y en contra de los denunciantes, la situación no amedrentaba ni a propios ni a extraños.

 

La animadversión a ser sepultado en los nuevos camposantos hunde sus raíces en ciertos miedos atávicos, cuando los cristianos enterraban junto a sus iglesias, los judíos cerca de las sinagogas y los musulmanes no lejos de sus mezquitas. En una Península Ibérica habitada por seguidores de esas religiones, las agresiones a los cementerios eran cotidianas. así se recuerda en Reales Ordenanzas y en Ordenanzas Municipales que serán penados todos aquellos que violen las tumbas, sin importar de quienes sean, ni mucho menos a que religión pertenezcan. Aunque también es cierto que sólo se solía condenar al musulmán y al hebreo, y muy pocas veces al cristiano.

 

Por todo ello la lejanía impuesta ahora a los cementerios y la falta de vigilancia de los mismos, acrecentaban los recelos y pudores de los que allí tenían los restos mortales de sus seres más queridos.

 

Los teldenses no entendieron los cambios como algo positivo, aunque ejemplos de lo insalubre de las antiguas sepulturas en el interior de las iglesias los había por todas partes. En las tertulias de media España se comentaba que en Fuenterrabía se había tenido que agujerear el techo de su iglesia parroquial para dar salida a los vapores insanos surgidos por transpiración de sus numerosas timbas. No menos esperpéntico fue el accidente ocurrido en una iglesia madrileña, en donde los feligreses que oían misa, tras ligero temblor del pavimento, se fueron abajo por hundimiento de una de sus criptas.

 

En Cementerio Católico de San Juan Bautista de Telde, durante casi un siglo fue el único del municipio. Hasta aquí llegaban entierros de lugares tan dispares como La Breña y Cazadores, Gando, Hornos del Rey y Jinámar, Melenara, El Calero, etc. además de los difuntos del populoso “Barrio de Arriba”.

 

En sucesivas entregas seguiremos analizando la situación actual de dicho camposanto y, también de forma pormenorizada del de San Gregorio Taumaturgo de Los Llanos de Telde.

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