
Hay una magia única en perderte. En hallar lugares recónditos donde la vida transcurre plácidamente. En sentarte en una terraza sin más a verlo pasar todo. En detenerte a visualizar el avance de la sombra y sentir la intensidad de la luz solar en tu cuerpo o en objetos cercanos. Una experiencia intimista que te conecta con la vida. Observar, escuchar. Y reflexionar. La reflexión como un sosiego que ordena todo. Y que ese todo cobre orden en sí mismo, que es también el de cada uno con el resto.
Para esto no hace falta recluirse en monasterios y conventos para practicar ejercicios espirituales y, si acaso, con el tiempo, rebelarse ante la estructura de poder eclesial y declararse en rebeldía como ese grupo de monjas que han formado una guerrilla posmoderna de contestación a Roma. Episodios de este estilo los ha habido siempre en la historia de la Iglesia católica. Desde que Lutero invocó la conexión individual y directa con Dios, entonces sí los papas lo tuvieron más difícil para cercar el pensamiento y someterlo a la disciplina, en ocasiones a una disciplina perruna. ¿Dogmas infranqueables? ¿Veracidad papal eterna?
Volvamos al principio. A esa plaza de San Antón, en pleno casco de Agüimes. Unos pasan, otros conversan. Puede ser el domingo o entresemana. Ninguno se percata que otros los observan. Las prisas de ellos, eso sí, en el ámbito urbano, son los mejores camuflajes para los que descubren la vivencia intimista. Hacerte pequeño, insignificante en el cosmos natural que nos rodea, engrandece el alma.
Y ahora nos retrotraemos a las monjas revolucionarias. Su acción pervierte el poder. Y el poder, cualquiera de ellos, tiene que ser cuestionado periódicamente aunque sea solo para revigorizar su vigencia. Si todos cumpliéramos las normas no habría necesidad de imponer sanciones de tráfico. La ciudadanía por sí misma iría a pagar sus impuestos a la agencia tributaria. Una especie de utopía. Y no es así, el Derecho para que sea Derecho tiene que ser incumplido, conforma su razón de ser. Las utopías se conquistan, no se regalan. Las monjas andan a lo suyo, en modo ácrata o sometidas al sectarismo de raudos populistas engolados por sus egos.
Pero todo eso de monjas y curas, y trances mendaces terrenales, desaparecen en la plaza de San Antón. Un aperitivo, un almuerzo. La alegría espiritual encarnada en formato de domingo. Y a un lado la figura de Arminda sentada en un banco de piedra, canaria testigo de la cruenta conquista castellana. Poco más se puede pedir.
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