
El 29 de abril de 1483 pasó a la historia como la fecha exacta de la incorporación de Gran Canaria a la Corona de Castilla, por entonces la más poderosa y significativa del Orbe Cristiano. Doña Isabel I, la Reina que se había enfrentado a su supuesta no sobrina, doña Juana La Beltraneja, con el fin de llegar al trono castellano, tomó entre otras muchas acertadas decisiones, la de conquistar el llamado Reino de Las Islas Canarias (Así proclamado por el normando Jean de Bethencourt, quien mutara el más antiguo nombre de Principado de La Fortuna o de Las Islas Afortunadas. Previamente, Su Majestad Católica había adquirido los derechos de propiedad de las siete islas mayores y el resto de las menores al, por entonces, Conde de Niebla elevado, algo más tarde, a Conde-Duque.
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La introducción viene dada a razón de nuestra segunda y definitiva fundación, acontecida en la primavera-verano de 1483, cuando la Real Hermandad de Caballeros de Andalucía se asienta en Telde por orden expresa del Gobernador General de la Isla. Ordoño Bermúdez, Pedro de Santiesteban, Hernán y Cristóbal García del Castillo, Bartolomé de Zorita y otros tantos vendrán hasta La Vega Mayor, tierra fértil por excelencia y, en una zona limítrofe al Barranco Real, frente a los poblados aborígenes de Tara, Cendro y el Baladero, comienzan a trazar plazas (Alameda y Plaza Parroquial) y calles (Real, Montañeta de San Juan, Doramas, Duende, Conde, Placetilla, Acequia de Finollo, De la Cruz y Don Esteban).
Desde entonces la ciudad fue creciendo, primeramente hacia el Altozano de Santa María (Hoy San Francisco) y un poco más tarde en Los Llanos de Jaraquemada (Actualmente Los Llanos de San Gregorio). En cada barrio o zona urbana, junto a los domicilios particulares, surgieron fundaciones religiosas, muy a la manera de los que iría sucediendo en Gáldar, Las Palmas de Gran Canaria y otras tantas localidades insulares que a la manera castellana y más concretamente a la de la Baja Andalucía, se edificaban templos con claras características mudéjares, donde las paredes de piedra viva y barro, mezclado con cal y rastrojo de paja, se elevaban hasta encontrar un techo de tejas a dos o más aguas, que venían a cubrir con noble artesonado de la mejor madera del país, la tea.
Nos dice el propio Cristóbal García del Castillo, el moguereño conquistador y preclaro fundador de nuestra ciudad que, su padre Hernán García El Viejo y él mismo, levantaron en el recinto amurallado de la urbe una pequeña iglesia de caña y barro para allí venerar al Señor San Juan Bautista, pero llegado el otoño siguiente y debido en gran parte a los vientos y las lluvias, al que había que sumar sin duda alguna lo endeble de la estructura, ésta se vino abajo. Pronto don Cristóbal y otros grandes hombres tomaron la férrea decisión de levantar un templo digno de la ciudad, que ya prosperaba como resultado de las primeras cuantiosas cosechas de caña de azúcar ¡Y así lo hicieron!
Nuestro querido y siempre admirado Doctor don Pedro Hernández Benítez (Cruces, Cuba- 1893- Telde, Gran Canaria- 1968) escribe profusamente del largo proceso constructivo de nuestro Templo Matriz, que entretuvo a los teldenses por espacio de casi medio siglo. Menos dice o mejor dicho, nada dice, de la antigua ermita de Santa Lucía, coetánea al primigenio templo sanjuanero. A muchos les podrá sorprender, pero la noticia es tan antigua como la propia ciudad teldense-castellana. Según común parecer de todos los que hemos investigado dicha construcción, ésta debió nacer en los primeros años de la post conquista castellana, y concretamente, entre 1483 a 1485 ¿Qué aspecto tendría? Pues, lo podríamos reconocer por analogía a otras que fueron surgiendo en nuestro mapa comarcal (Inmaculada Concepción en Jinámar, San Roque en el Valle del mismo nombre, San Miguel en Valsequillo, San José de Las Longueras, San Gregorio en Los Llanos de Jaraquemada y San Antonio del Tabaibal. Todas ellas edificadas en los siglos XVI-XVII y XVIII).
Una ermita, suele ser un recinto de dimensiones mucho más humildes que un templo parroquial, conventual u hospitalario. Las ermitas teldenses suelen medir unos catorce o veinte metros de largo por cinco o seis de ancho. Sus muros están entre los tres y cinco metros de altura con un grosor de al menos sesenta u ochenta centímetros. Su techumbre tiene como máximo alzado de cuatro a seis metros. Y para evitar su derrumbe, el artesonado es reforzado por vetustos pares y nudillos. Alguna edificación de este tipo se complementa con pequeños contrafuertes, que alguna que otra vez, tienen forma de banco o poyete que le circunda en tres de sus cuatro frentes. Asimismo, algunas dependencias colindantes les sirven de sacristía y habitación para el o la ermitaño/a, persona ésta dedicada por entero a cuidar del santo lugar.
¿Dónde estaba la anteriormente mentada Ermita de Santa Lucía? Exactamente, metro más al Sur o al Norte, al Naciente o al Poniente, dicho sacro inmueble se encontraba en el solar que, durante siglos después, ocupó el Hospital de San Pedro Mártir de Verona, y sin miedo a equivocarnos podríamos llegar a afirmar que en el mismo sitio que hoy se erige la Iglesia Hospitalaria del mismo nombre. Un vago recuerdo quedó de ella en nuestro Archivo Parroquial de San Juan Bautista y también en otros Archivos eclesiásticos y en el Provincial. En este caso como en otros de ermitas, oratorios privados, etc., esperamos con ilusión expectante la publicación del arduo trabajo investigador de nuestro amigo e Ilustre Cronista Oficial de Santa Brígida, don Pedro Socorro Santana.
Es tradicional, si por ello se tiene lo que viene ocurriendo en los últimos cinco siglos de nuestra historia local, que llegado el 13 de diciembre los teldenses se presten a venerar de forma notoria a la Santa, aquella que tradicionalmente se le une a la protección celestial de la vista. Si bien sabemos que su ermita fue derruida en su totalidad o en parte para establecer el gran centro hospitalario, dedicado a cuidar de los pobres enfermos menesterosos y, muy especialmente aquellos que padecían de las enfermedades venéreas conocidas entonces por los Males de Buba (Sífilis y demás), no es menos cierto que su imagen se trasladó a la Iglesia Hospitalaria y con los tiempos ésta fue sustituida por una de mayor tamaño, que aún hoy se conserva en la Iglesia Conventual de Santa María de La Antigua o San Francisco de Telde.
La talla de la mártir, tiene una altura aproximada de unos 120 centímetros y es imagen de vestir. Su bello rostro y su cabello recogido en moño sobre la nuca denotan una factura exquisita, como también se muestra en el buen arte del tallado de sus manos. Una corona, un palmito de plata y una bandeja con dos ojos, del mismo material, nos comunica fehacientemente su sacrificio, enseñándonos que nuestras almas son evidentes de la Fe sin necesidad de aquellos atributos humanos. Vestida de blanco, rojo y verde, ciñendo en torno a su cintura un cíngulo dorado. La más que discreta vestimenta, incrementa aún más si cabe, su humildad y grandeza. En la Santa de La Luz se puede constatar las palabras evangélicas que rezan: Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.
A ciencia cierta no podemos afirmar cuando llegó la actual Imagen de Santa Lucía a la iglesia Franciscana teldense. Si tomamos como ciertas las fuentes que nos dicen fue devoción celebrada en la Iglesia Hospitalaria de San Pedro Mártir de Verona y conocemos el derrumbe de dicho templo, en el comienzo de la segunda mitad del siglo XIX, podríamos concluir diciendo que fue entonces cuando se trajo hasta su depósito actual, pero no son menos ciertas las noticias que llegan hasta nosotros de su festividad entre los frailes del convento. Sea como sea, siempre hubo en Telde una especial devoción por la Santa Mártir. Ya a finales del XIX y sobre una peana se veneraba su imagen en la Parroquial de Los Llanos de San Gregorio, dedicándole Novena a la que asistían sastres, costureras y modistas, entre otros profesionales de la aguja.
Muchos hombres y mujeres, ancianos y niños, vestían hábitos de Santa Lucía, manera pública de manifestar que estaban cumpliendo una promesa a la Santa. Para ello, ni decir tiene, que tenían que cubrirse con vestimentas de sus tres colores propios: El blanco, el verde y el rojo, así como el cordón dorado ceñido en su cintura. Los hombres más reacios a la profusión de colores sustituían el hábito por una cinta tricolor que sujetaban en su antebrazo izquierdo y que casi siempre, llevaban debajo de la camisa o sobre ésta, pero cubierta por la manga de la chaqueta.
Tanto en la Iglesia de Santa María La Antigua (San Francisco de Asís) como en la de San Gregorio Taumaturgo la tradición era la misma: En primer lugar, se debía hacer una buena confesión (hacer examen de conciencia, decir todos los pecados al confesor y llevar con buen grado, hasta el final, la penitencia). Algo más tarde se escuchaba la misa de La Luz o de Peregrinos, llamada así porque tenía lugar al despuntar el alba, es decir sobre las seis de la mañana. Después cada feligrés encendía su vela, cuyo tamaño en largo y grueso iba en función de la posición social, no pocas veces a estos cirios se les acompañaba con el exvoto de un rostrillo en el que se apreciaban unos ojos abiertos y saltones, queriendo recordarle así a la Virgen y Mártir Santa Lucía el favor recibido por apartar del enfermo cualquier problema de la vista. Rezándole una letanía y oración “¡Oh, gloriosa Santa Lucía, Virgen y Mártir!, tú que conseguiste glorificar al Señor al preferir sacrificar tu vida en lugar de serle infiel a nuestro Padre. Te pido que vengas en mi ayuda y que, por medio de la gracia y el amor de nuestro Señor, me salves de todas las debilidades de mis ojos y del peligro que corro de perderlos”. Se ponían de rodillas y se hacían por tres veces la Señal de la Cruz, levantándose salían por la puerta principal del templo hacia las plazas cercanas, volviendo a entrar al recinto sagrado por las llamadas Puertas del Viento (esta acción se hacía entre tres y siete veces), en este movimiento circular, cada vez que pasaban por delante de la Imagen se arrodillaban y se volvían a persignar. Cumplido el ritual, se gritaba a pleno pulmón ¡Santa Lucía, Luz de mis días! Y ya se había cumplido un año más con la tradición.
Aquellos que gustaban de la confección de Belenes o Nacimientos, recordarán que era el día de Santa Lucía, 13 de diciembre, el elegido para sembrar alpiste, trigo o lentejas, en pequeños recipientes de madera, reutilización navideña de las cajas de las conservas de guayaba o membrillo (La mayor parte de ellas marca Conchita de origen cubano o las popular Tirma, fabricada en Gran Canaria).
También eran tiempos de rondas, los jóvenes y los no tan jóvenes provistos de algunos instrumentos musicales de cuerda tales como: guitarras, timples, bandurrias y laúdes, salían a diario al caer el sol, tocando y cantando. Aquellos pasaban las primeras horas de la tarde-noche, entre tragos de ron (Ron de la Máquina o de Telde) y algunos dulces, que las rondadas les ofrecían a su paso (Truchas de cabello de ángel o de batatas, así como alguno que otro bizcocho lustrado, galletón, bollito de nata, buñuelo y tortita frita de plátano o calabaza). Y mientras todo esto ocurría en las calles, las gentes se saludaban fuera y dentro de los hogares con las siguientes expresiones: ¡Santa Lucía anuncia Pascua en doce días! O ¡Desde Santa Lucía menguan las noches y crecen los días!... Así un sortilegio de frases rimadas o no, que ponían de manifiesto la alegría de que, en poco tiempo llegaría la Navidad.
























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