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Jueves, 13 de Noviembre de 2025

Actualizada Jueves, 13 de Noviembre de 2025 a las 18:43:39 horas

Caminando hacia la desmemoria (XXXII)

Como cada año llega la primavera

Reflexión del cronista oficial de Telde, Antonio María González Padrón, licenciado en Geografía e Historia

ANTONIO MARÍA GONZÁLEZ PADRÓN Jueves, 27 de Abril de 2023 Tiempo de lectura: Actualizada Jueves, 27 de Abril de 2023 a las 20:28:45 horas

La comarca teldense, que incluye los actuales municipios de Valsequillo y Telde, se encuentra situada en el Este de la Isla de Gran Canaria, pero si les preguntaran a sus habitantes, éstos se definirían como gentes del Sur ya que la noble y antigua ciudad de los Faycanes, desde tiempos inmemoriales se le denominó Puerta del Sur.

 

El Condado de la Vega Grande de Guadalupe, nacido en tiempos del Rey don Carlos III, poseía cientos de[Img #969156] fanegadas de tierras y muchas horas de aguas para su regadío, teniendo en nuestra Vega Mayor parte de aquellas. El resto las situaríamos, a excepción de las de la Vega de San José-San Cristóbal y otras, en los Cortijos de Jinámar, Juan Grande y Arguineguín. Fue bajo ese título nobiliario como se consolidó esa auténtica fraternidad de los hombres y mujeres sureños. Hasta Telde llegaban caminando o a lomos de burros, mulos y camellos todos los que querían “mercar”, palabra utilizada por los mismos cuando se trataba de definir el trueque o la venta de diferentes productos agropecuarios, además de algunos otros propios de la artesanía popular. No siempre fueron los Caminos Reales, que entraban y salían de Telde, las principales vías de comunicación con éste y el exterior, ya que los puertos naturales de Gando y Melenara (este último con espigón de abrigo construido en el primer cuarto del siglo XX por la compañía inglesa Fyffe), constituyeron por sí mismos unos espacios de aprovisionamiento, no sólo para la comarca, sino para otros tantos lugares al Sur de ésta. Los barcos de cabotaje, muchos de ellos a vela, salían de La Aldea, Tasarte, Mogán, Tauro y Arguineguín, para hacer el trayecto marítimo, cargados de la mayor variedad de productos y enseres que pudiéramos imaginar.

 

Sirva este preámbulo como antesala a las opiniones, en su mayor parte positivas, que el visitante hacía de Telde como ciudad emprendedora, vanguardista, abierta, hospitalaria y, así un largo etcétera. Venir a Telde suponía para los sureños una experiencia realmente mágica, pues partiendo de sus pueblos y aldeas, veían si no por primera vez una ciudad, en donde muchos de los sueños se hacían realidad. El dinámico comercio que aquí existía todos los días de la semana, pero muy especialmente en su mercado dominical de Los Llanos de San Gregorio, atraían las miradas y los talentos de miles de personas, tanto oriundos como foráneos.

 

Leonardo Torriani, ingeniero; Don José de Viera y Clavijo, naturalista e historiador; don Luis Zuaznavar y Francia, fiscal y cronista; Olivia Stone, viajera y escritora; don Gregorio Chil y Naranjo, médico, antropólogo y arqueólogo; don Juan de León y Castillo, político e Ingeniero de Caminos Canales, Puertos y Señales Marítimas; don Julián y Saulo Torón, poetas; Montiano Placeres Torón, poeta; don Luis Doreste Silva, médico y poeta. A pesar del tiempo transcurrido, son una muestra de personas ilustradas que quedaron anonadadas, extasiadas ante “la vista risueña de la ciudad y sus campos de labor”, de tal forma y manera que en sus comentarios escritos valoran la feracidad del terruño y la generosidad con que la primavera se asienta por doquier en la Vega Mayor teldense. Y cómo no, en las llamadas Vegas de En medio (Valsequillo) y también en la denominada Vega de Arriba o Tenteniguada.

 

Cuentan nuestros abuelos que, a manera de chanza, y para burla de los forasteros capitalinos se improvisaba la siguiente escena: en un coro o mentidero se recibía al engominado laspalmeño y alguien suspirando, en voz alta decía ¡Qué bien se está aquí!¡ya decían nuestros mayores que Telde, París y Londres eran las tres capitales de Europa! A lo que otro paisano cargado de ironía y desfachatez exclamaba y preguntaba: ¡Hombre! ¿y para que dejas ciudades tales como Berlín, Roma, Barcelona, Madrid o Lisboa? Y rápidamente algún que otro le contestaba: ¡Esas… esas ciudades no son sino pueblillos que han ido creciendo!

 

El orgullo de los teldenses era tal que, terminadas las lluvias del invierno, todos los que podían se apresuraban a albear las fachadas de sus casas y los muros de jardines, huertas, cercados y fincas; a la vez que podar las enredaderas, los parrales y los árboles frutales para que, en los meses sucesivos, la naturaleza explosionara de manera tal que causara emoción.

 

Esa visión renovada de la ciudad y sus pagos aledaños como San Antonio del Tabaibal y La Pardilla, entre otros, hacían exclamar al más que sensible poeta: Como perla perdida en medio de un mar de esmeraldas/te diviso a ti, Telde/¡Oh Jerusalén de Canarias!. Salvando las exageraciones propias de la lírica, sí es cierto y así podemos comprobarlo en fotografías aéreas de los años 50 y 60 del pasado siglo XX, que los núcleos urbanos teldenses, cuyo epicentro eran los barrios de San Juan-San Francisco- Los Llanos de San Gregorio, mayoritariamente tenían por común denominador el blanco de la cal y era nuestro frondoso platanal el que mantenía un verde perpetuo en torno a él. Completábase esa visión mágica con otras tierras más lejanas en donde tomateros y demás cultivos se esmeraban en prosperar con poca agua y algunas que otras rachas de viento.

 

La poeta Pino Blanco Jardín, enamorada de nuestra ciudad, sus campos y playas, describe así el paisaje que ve y adivina ver desde su noble casona de la Playa de Las Salinetas:

“Límpido azul tras las cumbres violetas,/con puntos de verdor entre sus grietas/y luego, la planicie/en apariencia seca,/pero en las hondonadas,/pletóricas de verdor las plataneras,//. Aquí y allá diseminados pozos/con gigantes motores/cual forzudos atletas,/extraen de profundas galerías/el oro líquido/con que el canario riega,/y que la tierra ¡mujer al fin!/Y por lo tanto buena,/lo devuelve fecunda,/hecho cosecha.//. Ya cerca de la costa/en su tierra caliza,/crecen los tomateros/al zoco de los pardos tarahales,/abrigo de los vientos//. Así es este paisaje/que con el alma quiero,/¡es tan profundo y bello!/Que hasta el soberbio Atlántico/se inclina y le da un beso”.

 

Terminó febrerillo con sus escasos 28 días, este año no ha sido bisiesto, marzo avanzó con más días de calima que de lluvias y algo se atrasó la tan deseada primavera. Con añoranza recordamos la estación loca por antonomasia, aquella en la que celebramos la regeneración de la vida, momentos en que todos los pueblos mediterráneos se esmeraban para celebrar a Flora, la diosa que cubría su cuerpo con toda clase de florestas. Cuando miramos hacia el pasado, también nosotros recordamos cómo en nuestros hogares de antaño, nuestras abuelas, tías y madres cuidaban de parterres y macetas que adornaban azoteas a falta de patio. En un rincón se llenaba de hojas el pampadur, en su versión morada y también en la blanquecina. Las calas van diciendo su adiós porque otras flores la sustituirán en los próximos meses; pensamientos, dalias y rosas, en embriagadora sinfonía de colores hacen más amenos esos espacios domésticos y permiten la libre competencia entre vecinas supuestamente bien avenidas. Son momentos para comenzar las tertulias al aire libre, que habían sido relegadas al interior de las casas allá por el mes de noviembre. En artísticos búcaros o jarrones, las hábiles manos de las madres han confeccionados artísticos ramos para con ellos aromatizar la sala, el comedor, los dormitorios y hasta el pequeño cuarto de costuras. En la despensa de nuevo se huele a ramilletes de plantas aromáticas colocadas boca abajo para perpetuar su existencia. La manzanilla es la reina del lugar. Cuando abril descargaba aguas mil, nuestros mayores nos enseñaban aquello de ¡Las lluvias de mayo y abril son más preciadas y queridas que todos los tesoros del Rey David! y nosotros, infantes aun, simplificábamos la alegría con cancioncillas tales como: ¡Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva (o está en la cueva) que caiga un chaparrón de agua y limón! Y al llegar la paz tras esas descargas pluviales, corríamos por la calle Juan Diego de la Fuente hasta la Planta de La Luz, para encaminar nuestros pasos a las rojas tierras de El Caracol, en donde cientos, miles de esos crustáceos, nos esperaban arrastrando sus cuerpos sobre los surcos, cuando no en los bordes mismos de las maretas, pequeñas lagunas que recogían los sobrantes de agua, que la tierra no podía absorber.

 

Llegado mayo, las gentes de La Breña, Cazadores, Los Arenales y Lomo Magullo, Tecén o Tesén, así como los de Las Vegas de Valsequillo y Tenteniguada bajaban con sus burros cargados de retamas, blancas las unas y amarillas las otras. Y en la Plaza de San Gregorio, en Los Llanos o en la del Mercado, vendían su mercancía en medio de gritos y aspavientos. Todas las flores eran pocas para confeccionar las cruces, que cada tres de mayo, adornaban las fachadas, los balcones y las ventanas principales de las casas. Cada tarde, surgía entonces una improvisada procesión de gentes de diferentes cataduras que deambulando por aquí y por allá observaban y enjuiciaban el arte de la confección floral. Fulanita la hizo mucho mejor este año que el año pasado, ¡claro que sí, es que la vez anterior se dejó ganar por su vecina! ¡Y ya sabemos que a ella no le pone la pata delante, nadie….! Los niños y niñas acuden al colegio con ramos de claveles, rosas, dalias, pero sobre todo de gladiolos y azucenas, para ponerlos en el altar de la Santísima Virgen, costumbre ésta devocionaria muy propia de este mes. Y cada día, en los colegios y en las iglesias parroquiales, así como en las ermitas se cantaba a viva voz aquello de: ¡El 13 de mayo, la Virgen María bajó de los cielos a cova de Iría! Referencia a las apariciones de Fátima.

 

El poeta teldense Ricardo Placeres Amador viendo cercana su muerte, compuso un sentido poema dedicado a la Cruz de Mayo y a su pervivencia, año tras año. En él, a manera de jaculatoria, le decía al Madero Santo ¡qué envidia sentía al pensar que cada año se hacía presente con todas sus galas y que él mortal al fin y al cabo, desaparecería en la tierra sin dejar más rastro! El poeta angustiado con hondo pesar y la cercanía de su certera muerte, no pensó que dejaba cuatro hijas y que ellas a su vez tendrían otros tantos vástagos y, hoy sus biznietos corretean por las arenas de la Playa de Las Salinetas y caminan por los parques de la lejana Inglaterra. Suspiros de humanidad convertidos en flores, ¿quién no puede apreciar la belleza sublime de la primavera? Al menos el Cronista que esto escribe ve en ella y no en otra estación del año, sus días de mayor contento.

 

Llegados el mes de junio, las flores se hacen aún más presentes en la confección de las alfombras de Corpus Christi. Las feligresías de las parroquias del centro de la urbe (San Juan Bautista y San Gregorio Taumaturgo), competían por hacerlas cuanto más bellas, mejor. Levantaban arcos de palma, a los que colocaban frutas de temporada y no pocas flores para que el Supremo Soberano procesionase por aquellas rúas decoradas al efecto.

 

El 13 de junio, San Antonio de Padua, era algo más íntimo y familiar, las azucenas en sendas jarras o jarrones lo custodiaban y ante él una espléndida bandeja cargada de toda suerte de frutos, servía de ofrenda (las primeras brevas debían ser siempre para el Santo de los Pobres) y los niños a coro cantaban: ¡San Antonio bendito tiene un niñito, que ni come ni bebe y siempre está gordito!

 

¡Ojalá nunca se pierdan estas tradiciones, nuestras patentes y latentes de nuestro rico acervo cultural!

 

 

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