El distanciamiento de la ciudadanía con respecto a los partidos políticos es enorme y creciente. Hace una década que ya se iba palpando, cada vez más, pero el universo pospandémico lo ha desatado.
De repente, las organizaciones tratan de colar sus propios mensajes (bien a través de los medios de comunicación o directamente ellos amén de las redes sociales) y no opera efectividad alguna. Salvo el pelotón de acólitos que todas las siglas disponen, la mayoría social no quiere saber nada. Entran y salen de los centros comerciales, quedan para tomar algo y van a la playa sin pensar un mínimo en los partidos. Es legítimo, faltaría más. Pero ya es preocupante semejante distancia, malo para la democracia.
Evidentemente los partidos tienen su cuota de responsabilidad, y es notoria. Y ahora ocurre que la velocidad de las noticias, que vuelan a ritmo supersónico gracias a la digitalización, hace más cruel el retrato. No creen en los políticos, en su palabra y gestos. Los observan como perfiles agarrados al hambre de poder, al coche oficial y la moqueta, que intentan vender la moto a todo hijo de vecino.
En 1982 Santiago Carrillo se empeñó en repetir como candidato del PCE a la Presidencia del Gobierno. El PCE obtuvo su peor resultado en lo poco que se llevaba de democracia (tan solo dos citas con las urnas en comicios generales: 1977 y 1979) y, encima, le costó irse. Incluso, pensó que podía dirigir desde la trastienda a su sucesor: Gerardo Iglesias. Esos 4 escaños del PCE, solo 4, que cosechó en octubre del 82 era fruto de la incapacidad de aceptar la realidad previamente. Carrillo, el mito de la Transición, con sus luces y sombras, no quería dejar el poder. Amaba el poder. No quería retirarse.
De hecho, tras su marcha del PCE montó otro partido que fue un fracaso absoluto. Cuando las organizaciones no se regeneran a nivel interno, las están condenando al fracaso. Y en política, por desgracia, muchos no saben irse a tiempo.
Cuando un político se retira forzado por la voluntad popular manifestada en las urnas, el retorno a las mañanas en casa se torna en una pesadilla. El teléfono móvil deja de sonar. Es una especie de droga que ya no dispone. Y por eso tratan de continuar en los aparatos de la forma que sea, al precio que sea, aunque sea cargándose a las siguientes generaciones del partido, con tal de prolongar un poco más su primera línea política. Carrillo en el 82 era una hipoteca para el PCE. A su autoritarismo interno se sumó que, de por sí, era un rostro de la Guerra Civil y el largo exilio. Este verano los ciudadanos en la playa, a la espera de un duro otoño económico, no estará por aguantar nada. Vienen cambios, se divisan en lontananza. Pero nadie quiere asimilarlo. Todos, o la mayoría, desean unos comicios de continuidad donde puedan repetir en los cargos públicos y estirar el itinerario partidista respectivo. Después de un confinamiento, la gente no está por tragar. Piden el divorcio. Se alejan de las organizaciones, no les hacen caso, y votarán lo que les plazca. Ya no habrá la predictibilidad de antaño.
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