Tenemos dos vidas. La primera es la que tardas en detectar que eres preso, en realidad, de tu ego. La segunda comienza, en verdad, cuando logras controlarlo, domesticarlo y, con suerte y orientación divina como la luz del mediodía, arrinconarlo y anularlo. Polvo eres y en polvo te convertirás. El problema reside en que no todos cancelan la primera y comienzan la segunda. Y, por tanto, se quedan a medio camino: no son ellos los que viven sino que lo hacen sus egos por ellos. Se confunden, se hacen uno. Y son contaminados. Cada uno ha perdido su lugar originario, el designado al nacer. Es como los teléfono móviles, que ya, a estas alturas, no se sabe bien si el móvil es el aparato o, más bien, el móvil saca a pasear a la persona, al estilo de una mascota que todos los días tiene que acudir al parque.
Cuando dan sepultura, el ego ya ha escapado. Y es entonces cuando le ha ganado la partida a la persona. Esta, pensando que vivió, lo cierto es que nunca lo hizo: fue su ego el que lo hizo por ella. No se sabe si al evadirse del cementerio, dejando allí al finado en la última ceremonia junto a sus familiares y amigos presentes, si es que los tuvo, el ego desaparece, se evapora o se ha ido a la playa a tomar olas. Es indiferente pues no se sabe ni se sabrá. Tampoco hay un cementerio para los egos. ¿Se imaginan un ayuntamiento regulando en una ordenanza el entierro de los egos? Políticos carcomidos por su ego invocando egos potenciales, egos muertos, egos invasivos. Todo un apocalipsis de egos.
Lo que queda es lo que se experimentó. Por eso el factor tiempo es esencial. Cuanto antes averiguas que tienes un ego dentro y consigues doblegarlo, antes irrumpirás en los gozos y el color de la vida. En el fondo, todos saben que lo llevan consigo (nadie hace el mal a otro sin, de algún modo, saberlo; otra cosa es el autoengaño como alivio momentáneo) pero muchos optan por sobrellevarlo. Dicen que antes de morir estallan los arrepentimientos; florecen, apelan y duelen en la conciencia. Y es entonces cuando descubren que el ego engordó, que tiene sobrepeso. Y ya no hay margen para dietas. Quien no tiene conciencia moral, ni una pizca, ha sido hipotecado a plazo fijo de por vida por su ego.
No hay catálogo ni facilidades de pago para achicar el ego. No sirve la tarjeta de crédito. Y no habrá aplicación a descargase que facilite el tránsito. Solo la muerte finiquita lo que pudo ser y no fue. Algunos, para entonces, sí supieron sonreír, abrazar, besar y amar. Otros quedaron inundados por las facturas, el consumismo y el afán desmedido por poseer. Cada uno libra su batalla ante su propio ego. De igual a igual. Eso sí, en el camposanto no se expiden certificados. Solo uno es consciente, antes o después, si inició la segunda vida lo antes posible o, si por el contrario, ha servido a su ego siendo rehén de la miseria humana en sus ilimitadas manifestaciones. Si alcanzó o no a revertir la tragedia, escuchando el eco indistinguible de la trascendencia.






















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