PELAYO SUÁREZ
Eran vivencias que ya tenían olvidadas en el tiempo, pero que al recordarlas le produjo una extraña sensación entre alegría y nostalgia. Y así, imaginando aquella perspectiva, contemplando el paisaje con el que creció, se volvía a identificar con el medio, idealizado ahora por el paso de los años.
Allí volvía a contemplar aquellos espacios naturales que tanto transitara en su niñez, pero hoy veía que la mayoría de aquellos terrenos estaban estériles. Aún le seguía pareciendo familiar aquel entorno que impregnara su ser y que hoy conservaba indeleble desde sus entonces candorosos ojos de su infancia, y consideraba que volvía a sentir en el recuerdo como testimonio que había quedado grabado entre los ecos emanados de las profundidades de la, ayer, arteria vital del barranco del agua. A ratos fugaces, observaba y percibía el sentimiento encontrado como entonces. Sus ojos buscaban con anhelo, pequeños rincones del ayer reconocidos, y observaba que seguían allí inalterables al paso del tiempo.
La escuela llamada entonces del Rey, fue su lugar de encuentros con la enseñanza a la usanza. La metodología utilizada por el maestro era sencilla y monótona: Una muestra escrita en la pizarra con un texto que siempre era inalterable, seguido de unas operaciones de aritmética elemental a distintos niveles, operaciones de las cuatro reglas, y como máximo números quebrados o regla de tres simple, que intentábamos resolver en nuestras libretas de dos rayas o en las entonces pequeñas pizarras de mano en donde se escribía con el pizarrín.
Y al final de la clase, la retahíla cantarina de la tabla de multiplicar en alta voz, que se extendía más allá del espacio físico de la escuela, y la lectura de un pequeño texto, con el maestro sentado y pasando cada alumno con su libro. Aquí nos podíamos ganar más de un coscorrón o tirón de los “viejillos” si no leíamos correctamente. También tenía un apartado para dar reglas de urbanidad e higiene. Nos ponía en fila con las uñas de las manos hacia arriba, y las que estaba largas o sucias les golpeaba con la regla de madera que dolía muchísimo. Y los que tenían los pies sucios los ponían en fila y pasaba rápido la regla por entre los mimos.
También le llegaban ecos desde la cercana escuela de niñas, que jugaban en el patio durante la hora del recreo o en la carretera general, mientras esperaba la llegada de la maestra cantando canciones como “El patio de mi casa es particular que llueve y no se moja como los demás“ o “donde está la llave matarilerileron,”.
Los maestros que acudían a la escuela del rey del barrio, eran bien considerados e iban bien servidos por la generosidad del vecindario, ya que les proveía de frutos de sus cosechas como, leche, huevos, papas y verduras, haciendo honor a la creencia y costumbre general de que el maestro era la autoridad mejor atendida del pueblo, y a pesar de la fama que arrastraban en el refrán popular, de “pasar más hambre que un maestro de escuela”.
A media mañana se escuchaba el monótono pero acentuado pregón de: ¡compran cochino!, o ¡tostadores!, que con insistencia resonaba en los caminos y veredas. Eran los vendedores de cochinillos que desde el pueblo de “el Ingenio” se repartían por toda la isla, transportándolos en burros con unos serones a cada lado de la grupa en donde asomaban gruñendo los pequeños cerditos, y los redondos tostadores.
Una casa muy antigua, posiblemente por las escrituras consultadas, del siglo XVIII, de techo a dos aguas de dos plantas permanecía casi incólume al tiempo. Cuantos recuerdos quedaron grabados en sus viejas y gruesas paredes. Tenía una ventana estrecha y alargada en la segunda planta de doble hoja también de madera de tea, orientada al Norte, con pequeños asientos de descanso a ambos lados de la misma, por donde en verano entraba una fresca brisa de alisios reconfortante que venía a mitigar los rigores del estío acentuado por las tareas del descamisado y desgranado de las montañas de piñas de millo, fruto de la inminente cosecha pasada, materia prima del preciado e indispensable sustento para toda familia como era el gofio.
El propietario del molino llamado “de enmedio”, situado en el barrio de Tesen, un industrial molinero conocido popularmente por el diminutivo de su nombre, “Isaalito”, hacía el reparto del gofio en el entonces popular llamado “coche de las roscas o de la chupa”, ya que fue el primer industrial molinero que elaboraba roscas de millo. Su forma constructiva era curiosa y singular con su perfil de figura tubular, pero este vehículo reliquia del pasado, acabó destrozado víctima de la desidia, en la zona de el cascajo en Los Llanos.
Por momentos se había quedado ligeramente prisionero de sus recuerdos, brevemente paralizado, pero despierta de pronto y sigue evocando. Seguía viendo el majano de piedras ya inexistente que le sirviera para, aprovechando su promontorio, echar a volar la cometa, aunque ese majano estuviera dentro de terreno ajeno. Su madre siempre le advertía: “de lo ajeno ni un pelo”, ya que dada las penurias existentes, las propiedades eran celosamente codiciadas por sus dueños. Pero aquel majano desapareció en diferentes espacios de tiempo utilizando sus piedras para preparar las sucesivas capas con las que se acondicionaba y reparaba el firme del pavimento de la carretera general del Valle, apisonándola con la famosa maquina china, que tenía como capataz a Juanito “el chinero”.
Sigue vislumbrando a aquel árbol, del fruto de la granada, vestido de rojo en su apoteosis, y el otro guayabero junto a la vera del camino que va a la acequia de la Heredad, que con las fincas de naranjeros y los parrales abundantes, habían formado su paisaje de la infancia, prendido de olores y colores difíciles de disipar.
El centenario Moral, que ahí va sorteando el tiempo y la desidia, situado en la vuelta del mismo nombre, cuya toponímica, había desplazado al verdadero nombre histórico de la zona, de cinco siglos atrás, llamado “Pasos de Herrera”, situado a un centenar de metros más abajo, a la altura del paso del barranco. Sus frutos de color morado eran muy apetecidos por la chiquillería.
Todo ello formaba parte como pequeñas arterias del cuerpo rural, enraizadas no sólo en el medio físico de su implantación, sino también en lo más recóndito de su memoria.
Pelayo Suárez Alejandro es escritor y divulgador de la historia y etnografía de Telde.
























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