GAUMET FLORIDO
Es de tal calibre la ola de desatinos que han vivido los catalanes y los españoles en su conjunto por la situacioÌn poliÌtica de esa comunidad que a estas alturas lo uÌnico que se puede pedir, a todas las partes, es un miÌnimo de cordura y de responsabilidad.
Y para ese menester va siendo hora de que los independentistas suelten amarras de una vez con Carles Puigdemont, por maÌs que les pese la nostalgia de lo que pudo ser y no fue, o el reconocimiento que quieran otorgarle al papel que jugoÌ como cabeza de turco del desafiÌo, ya frustrado, al orden constitucional del Estado.
Puigdemont se antoja hoy la caricatura de un movimiento muy legiÌtimo, el del independentismo, que como siga haciendo caso a sus esperpeÌnticos planteamientos, acabaraÌ ganaÌndose tambieÌn el descreÌdito de aquellos que, a pesar de tantos palos de ciego, siguen confiando en el sueño de una segregacioÌn de España. Tarde o temprano se desconectaraÌn de sus alucinaciones, aunque no puedo ocultar mi perplejidad respecto a una parte de la sociedad catalana y tambieÌn, incluso, de la española, seguÌn leo en redes sociales, que, entregada a la causa, y entre otras extravagancias, ve con buenos ojos que el expresidente de la Generalitat sea investido nuevamente en el cargo desde Bruselas, a donde salioÌ huyendo de la justicia. Y estoy casi seguro de que muchos de los que le avalan pusieron el grito en el cielo el diÌa en que Mariano Rajoy comparecioÌ ante los periodistas mediante un plasma.
Mala cosa es que el secesionismo siga empeñado en un divorcio a las bravas. Y mala cosa es que ERC, que hace unos diÌas apostaba por una salida realista, haya vuelto a la senda del desvariÌo y anunciase ayer que no haraÌ caso al informe de los letrados de la CaÌmara catalana que no ven viable esa investidura. Con todo, lo peor, es que la pelota estaÌ en su tejado. Esto no lo arregla ni el 155 ni otras elecciones.






















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