GAUMET FLORIDO
Sé que no descubro precisamente América cuando sostengo que la línea que separa el derecho a la información del derecho a la intimidad y a la imagen es muy delgada, cuando no, quebradiza, en no pocos casos. Disertaciones expertas hay miles y las opiniones, muy variopintas.
Con todo, existe un consenso más o menos tácito y generalizado que defiende que esa línea se difumina cuando se trata de dar información judicial y policial respecto a posibles corruptelas de políticos, empresarios y otros personajes de trascendencia social y pública. No nos sonrojamos cuando accedemos a información confidencial de correos electrónicos, por muy del yerno del Rey que sean, o a conversaciones privadas de un alcalde como el de La Laguna. No es que me parezca ideal, pero no queda otra.
Así sabemos lo que se cuece y cómo se cuece. Al fin y al cabo, no nos importa con quiénes se acuestan, sino cómo gestionan el dinero de todos y el poder de sus cargos y si para eso hace falta ir más allá de su lado público, pues se va. Pero el debate se tensa cuando de quien se habla es de un funcionario. Entonces saltan las alarmas de quienes los separan del político de turno. Te sueltan: es que el funcionario no se presentó a las elecciones, luego su nombre no debe aparecer en prensa, por muy implicado que ande en casos judiciales. Y yo siento discrepar.
El funcionario, o el empleado público, no es un trabajador cualquiera. Es un servidor público que tiene como misión velar por lo público, y al que, para ejercerla, se le ha dotado de unas condiciones laborales especiales. No hay político que corrompa sin la complicidad, en el peor de los casos, o la omisión, en el mejor, del funcionario que tiene a su cargo. Pero el político está de paso, y el funcionario, no, luego mi nivel de exigencia hacia su figura es mayor, y el de la sociedad, también. Si mete la pata, debemos saber quién y por qué.
Gaumet Florido es periodista y redactor de Canarias7 en Telde.
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