TERESA CÁRDENES
Las Palmas de GC.- Exactamente 1.972 euros. Fue el importe neto de la última nómina cobrada antes de morir por uno de los tres pilotos desaparecidos el 19 de marzo pasado cuando un helicóptero del servicio aéreo de búsqueda y rescate (SAR) del Ejército el Aire se estrelló y se hundió en el mar a 37 millas náuticas de Gran Canaria.
En el hangar del 802 escuadrón del SAR donde hace justo una semana se lloraba la pérdida de Daniel Pena, Sebastián Ruiz, Carmen Ortega y Carlos Caramanzana, la vocación de servicio y la disciplina militar ya se han impuesto por obligación al dolor por los compañeros perdidos aunque todavía floten en el aire muchas preguntas. Una la comparten muchos compañeros de los 4 militares muertos con el padre del teniente Ruiz, Sebastián Ruiz Benítez, que hace 48 horas hacía un severo reproche al Príncipe de Asturias por no haber asistido a los funerales ni haberse molestado siquiera en mandar un telegrama de duelo. "Fue algo muy comentado que el Príncipe Felipe no viniera", susurran los compañeros de la tripulación perdida. Pero en el SAR los entrenamientos siguen, incluyendo los difíciles simulacros de rescate nocturno con grúa idénticos a las que costaron la vida a los cuatro fallecidos del Súper Puma, por si acaso cualquier día hay otras vidas que salvar. La vocación de rescatar no tiene precio para estos militares. Su arriesgado trabajo sí lo tiene para la Hacienda pública: menos de dos mil euros al mes.
"La noche es muy peligrosa". Lo saben muy bien todos los que la fatídica noche del 19 de marzo asistían, desde el mar o desde el aire, al ejercicio de rescate nocturno para el que habían sido movilizados Dani, Sebas, Carmen y Carlos. Como poco, los tripulantes del barco de la Armada y del avión del Ejército del Aire que, junto a las cinco personas que viajaban en el Súper Puma, tomaban parte de una forma o de otra en el entrenamiento de trágico desenlace. "La noche es muy peligrosa", repite un militar del Aire que todavía se detiene estos días desorientado ante el teclado de su móvil, justo un segundo antes de darse cuenta de que está a punto de enviar un mensaje sin destino al móvil de uno de los militares fallecidos. En efecto: la noche no solo es muy peligrosa, sino que puede acabar convirtiéndose en una trampa letal si, en el curso de un ejercicio como el programado para el 19 de marzo, falla algún detalle, por nimio que pudiera parecer, y abre la fisura que puede conducir a un desenlace fatal.
Estudiar qué ocurrió, por qué ocurrió, qué falló y qué hay que hacer para que nunca vuelva a ocurrir. Es en parte el deber del juez togado militar que instruye desde el 19 de marzo la causa del Súper Puma siniestrado. 38 días después del accidente, al juez togado le correspondió el papel de colocarse cara a cara ante las familias para trasladarles de viva voz la penosa certificación de las 4 muertes y la identificación de los dos cadáveres y los restos humanos hallados en el mar un mes largo después del accidente. Porque hasta en eso se cebó la tragedia con ferocidad sobre los cuatro accidentados y sus torturadas familias.
Pero averiguar la causa que llevó el Súper Puma a 2.362 metros de profundidad bajo las aguas del Atlántico es sobre todo la tarea que compete a la Comisión para la Investigación Técnica de Accidentes de Aeronaves Militares (CITAAM), obligada a constituir un equipo especial que, amén de los refuerzos que se consideren necesarios, debe estar compuesto al menos por un jefe de actuación, un oficial del cuerpo de ingenieros y un suboficial del cuerpo de especialistas del Ejército del Aire. Al primero le competen entre otras la tarea de representar a la comisión investigadora, que paradójicamente depende del propio Ministerio de Defensa, a la vez investigador e investigado. Y al segundo la obligación de comunicar urgentemente cualquier prueba que alerte de la hipótesis de que el accidente puede volver a repetirse.
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