Será que uno todavía no comprende el mundo, que sigue anclado en la utopía fantástica de crear una vida diferente y mejor, o que sencillamente anda demasiado pendiente a la realidad circundante, aunque ésta se encuentre a unos cuantos kilómetros más allá de su casa. El mérito fundamental del sistema globalizado, con internet por montera, es precisamente éste: hacernos creer que formamos parte de un todo global, una sociedad heterogénea de seis mil y pico millones de habitantes.
Por eso, cuando uno conoce que en alguna parte del planeta se sufre –se mata, se viola, se mutila–, siente cómo algo se resquebraja en su fuero interno, que las cosas no andan bien, y que son necesarias las explicaciones y también una solución coherente. Pero esa misma coherencia está saltando por los aires en estos precisos instantes: en Gaza, en Ucrania, en Siria, en las regiones africanas azotadas por el ébola, en los pueblos chinos recubiertos por el lodo, en cualquier rincón donde se vulneran los mínimos derechos fundamentales, sin ningún tapujo.
No siempre este sentimiento de ruptura, de malestar infinito, es compartido por todos. Más bien se pudiera pensar que son muy pocos los que de veras asumen este fracaso del género humano. Vivimos un tiempo marcado por la rapidez, por la fluctuación de las necesidades, el egoísmo autocomplaciente, el narcisismo solitario. Noticias que están basadas en titulares, para personas que no necesitan más porque ya tienen sus posiciones definidas de antemano. Conversaciones en cuarenta caracteres, miles de mensajes en los móviles con cara sonriente, infinidad de fotografías banales.
El verano es la ocasión perfecta para ver todo esto elevado a su máximo exponente. Los días de playa, los planes para el divertimento, actividades lúdicas para niños, viajes exóticos y desplazamientos de ocio. Unas “merecidas” vacaciones donde renunciamos al conflicto, donde nos adentramos aún más en nuestro universo personal –personalísimo– del descanso. No es que todos cumplan por igual con esta orden estival, pero las mayorías occidentales se mueven dentro de los cánones, la agitación cotidiana quedando en suspenso, los problemas aparcados hasta septiembre, y buscándose alguna hamaca como si fuera un asiento en la Arcadia.
Para no quedar rezagados, los dirigentes del mundo se erigen en fiel reflejo de las actuales circunstancias. Pronuncian discursos impecables, visten como señala el protocolo, acuden a las citas institucionales y adoptan el rictus que mejor encaja con el momento. No olvidan, por supuesto, el retiro de la esfera pública al menos por un par de semanas.
Mientras, los hilos invisibles que mueven la existencia se empeñan aún en tejer una urdimbre cruel y sangrienta. ¿Por cuántos muertos vamos ya en la Franja? ¿Cuántas personas estarán intentando embarcar ahora, aunque sea clandestinamente, hacia el primer mundo? ¿En cuántos infelices se habrá introducido el virus mortal que, tras los vómitos y las náuseas, acabe conellos?
Pero no juguemos con fuego, dejemos lo poético para otros ámbitos. La invisibilidad no es tal, sino que hay responsables con nombre y apellidos, líderes políticos que algún papel ejercen, prácticas empresariales y estrategias macroeconómicas que son desarrolladas por los grandes poderes financieros del orbe, amparados por un liberalismo transfronterizo que ha agrandado la brecha entre ricos y pobres. La ética general, en definitiva, ha sobrepasado los límites racionales, hasta el punto de envilecernos, de encasillarnos en una dependencia material: por un empleo, por ganar dinero, por atender los ruegos del mercado, por poseer más tecnologías, por cerrarnos las vías de actuación al mismo tiempo que se nos abren las ventanas hacia el otro –en una otredad que se mantiene, así, distante, incomprendida, vista desde fuera–. Nunca habíamos sabido tanto de los demás como actualmente, ni nunca antes habíamos percibido tamaña gravedad de la situación en tantas y tantas zonas de la Tierra.
Para colmo de males, la difusa comunidad internacional, esa entelequia que nadie puede concretar ni definir, de la que se desconocen los miembros y sus mecanismos de acción, se esmera en desaparecer, en no configurarse corpóreamente, justo cuando la ONU ya ha dado pruebas palmarias de su torpeza, de su anquilosamiento, de su fragilidad para acometer medidas eficientes que mantengan aunque sea un precario equilibrio entre intereses yuxtapuestos. Hoy, un gobierno a escala mundial, o por lo menos alguna plataforma posible de fraternidad y encuentro entre todos los pueblos y personas, parece una auténtica tomadura de pelo, una quimera extraordinariamente ausente y muy lejana.
Nos enfrentamos, por tanto, a una cuestión urgente de solidaridad colectiva, de ayuda mutua, que consiga alguna herramienta de supervivencia para garantizarnos nuestra continuidad como especie, independientemente de dónde se encuentre cada cual, del color de la piel, del sexo, edad o creencia que se profese. En definitiva, hacer realidad por fin los valores humanistas que nos legara hace siglos la Ilustración.
Sí, con seguridad peco aquí de ilusorio y de ansiar objetivos demasiado altos, prácticamente irrealizables. Pero a estas alturas de los acontecimientos, el dolor que generan los muertos se está haciendo insoportable. Y contra ese vendaval de sangre, víctimas y sufrimiento, no hay bronceador ni sombrilla que nos proteja.
José Iván Rodríguez, licenciado en Historia por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (ULPGC).
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