
Desde que el mundo es mundo, los prejuicios, esos juicios preconcebidos apoyados en estereotipos sobre grupos y personas sin tener la empatía y el conocimiento necesarios, están en el día a día de nuestras interacciones sociales. En su faceta negativa se basan en opiniones degradantes, generan sentimientos de desagrado y llevan a prácticas de discriminación. Las consecuencias entre quienes lo sufren son, cuando no cosas peores, impactos negativos en la salud mental y física, baja autoestima y aislamiento social. De hecho, la Organización Mundial de la Salud los define como un problema global. Por si fuera poco, los prejuicios se reflejan además de en los ámbitos personales y comunitarios, también, a través de legislaciones y reglamentos, en los institucionales, lo cual los perpetúa y agrava.
Hay prejuicios de todo tipo: raciales, de género, sexuales, de clase social, por razón de discapacidad, religiosos, ideológicos, culturales, por el aspecto personal, por el peso corporal… Y por la edad. El edadismo se manifiesta sobre todo en relación con los extremos del espectro de edad: hacia las personas mayores y hacia los jóvenes. Como en los otros casos, se asume erróneamente que todas las personas de una determinada edad comparten características, habilidades o necesidades y puede llegar a limitar oportunidades y derechos a las personas afectadas.
Esta es una forma de prejuicio única porque es universal, ya que todos los seres humanos pasamos por la juventud y, si tenemos una esperanza de vida longeva, envejecemos. Hay que constatar que, también en el edadismo, las prácticas no siempre se limitan a aspectos hostiles, también puede ser el trasfondo, por la visión paternalista o de debilidad que proyecta, de actitudes benevolentes hacia “los viejos” o “los jóvenes” e incluso de cuidado y protección.
Tampoco el ámbito científico escapa a los prejuicios -de forma más patente en las ciencias sociales- lo cual aumenta los estragos. Un buen ejemplo, lo representan los estudios de psicología social que se han realizado recientemente entre los miembros de la generación que actualmente está en la tercera edad (los boomers) y los que están en las primeras etapas de la adultez (la generación “de cristal” o “Z”).
Las conclusiones atribuyen a las personas de la generación madura habilidades clave como la paciencia, la tolerancia a la frustración y resiliencia ante la incomodidad y capacidades cognitivas de concentración y habilidades para la gestión de conflictos. Todo ello, como resultado, en buena medida, de las grandes injusticias y dureza económica que vivieron en su juventud, que, no obstante, les ayudó a forjar un carácter robusto y expectativas de vida más realistas.
Al contrario, los adultos entre los 18 y 34 años en la actualidad enfrentan niveles de estrés y problemas de salud mental sin precedentes debido a factores determinantes como la pandemia, la inflación, la crisis de vivienda, el cambio climático y la crispación política. Además, como viven en un entorno de gratificación instantánea y sobreestimulación tecnológica carecen de herramientas psicológicas internas para enfrentar el mundo de hoy que es, global y existencialmente, más incierto y estresante.
En definitiva, que la generación mayor, forjada en la austeridad y la paciencia, salió adelante con temple y determinación frente a la generación joven está abrumada por la incertidumbre global y carente de los mecanismos de defensa emocional. resulta que, nada nuevo bajo el Sol, los jóvenes de ahora son unos flojos ¿Les suena?
Y es que, además de la generalización y los estereotipos que sustentan estos estudios, es de una injusticia profunda centrar la responsabilidad del bienestar en los individuos obviando los enormes condicionantes vinculados a los sistemas políticos en que transcurren nuestras vidas.
La "fortaleza mental" como reacción a falta de derechos, la “paciencia” obligada ante un sistema que no aporta servicios adecuados y la "tolerancia a la frustración" que requieren son algo menos que virtudes si las condiciones de vida están marcadas por la dureza económica y la falta de libertades políticas. Las crisis de salud mental en la actualidad no son una debilidad generacional, sino un síntoma de un sistema agotado. Hoy las y los jóvenes enfrentan imposibilidades materiales básicas como poder acceder a una vivienda o a tener un trabajo estable y un omnipresente entorno virtual manipulativo y alienante, algo que los más maduros no conocieron.
En fin, como siempre, es urgente aplicar más cabeza y corazón y evitar los prejuicios para neutralizar los peligros que nos amenazan a jóvenes, adultos y viejos en estos críticos tiempos, como nunca.
Xavier Aparici es filósofo y experto en Gobernanza y Participación.





























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