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Sábado, 06 de Diciembre de 2025

Actualizada Sábado, 06 de Diciembre de 2025 a las 18:22:14 horas

Colaboración

Navidad entre hojas caídas y mares revueltos

Esteban Rodríguez

ESTEBAN RODRÍGUEZ GARCÍA Sábado, 06 de Diciembre de 2025 Tiempo de lectura: Actualizada Sábado, 06 de Diciembre de 2025 a las 17:01:12 horas

El otoño llega sin pedir permiso.
No irrumpe: se posa.
Con delicadeza y cierta melancolía, nos recuerda que todo cambia, que nada permanece igual por mucho tiempo. Las hojas caídas que alfombran los caminos parecen susurrar esa verdad tan antigua como el viento: dejar ir es también una forma de seguir viviendo.


Los colores se atenúan y el aire se vuelve más fresco. Las tardes, que antes parecían eternas, comienzan a recogerse entre días grises y vientos que soplan distinto. No es tristeza, aunque se le parezca; es el tono pausado con el que la naturaleza nos invita al recogimiento, a mirar hacia dentro, a ordenar el alma como quien limpia un cajón antes de cerrar el año.


Cada hoja que cae es una página que se desprende del calendario vital. Nos resistimos, a veces, a verlas volar, pero el otoño tiene su propia pedagogía: enseña sin hablar. Nos habla de humildad, de ciclos, de desprendimiento. Y en su aparente melancolía hay también una promesa: tras la desnudez del árbol, vendrá un nuevo brote.


En estos días de nostalgia y vientos, también las emociones se remueven. Es tiempo de recuerdos, de conversaciones con el pasado, de silencios largos frente a la ventana. El sonido del aire entre los árboles tiene algo de memoria antigua. Nos lleva a otros otoños, a otras manos, a otras risas. Y aunque haya una ligera sombra de añoranza, hay también gratitud: por todo lo vivido, por lo que fue y por lo que sigue latiendo en la memoria.


El otoño nos habla de lo efímero, pero también de la alegría serena que nace de aceptar lo que es. En medio de los tiempos movidos que atravesamos —con sus cambios, sus incertidumbres, sus mareas fuertes—, entre mares revueltos, aprender a encontrar aguas calmas se convierte en un acto de sabiduría. No siempre podemos detener el viento, pero sí podemos ajustar las velas. No siempre elegimos las tormentas, pero sí la actitud con la que las atravesamos.


En esos días donde el sol se filtra entre las nubes, hay algo profundamente esperanzador: el recordatorio de que incluso la luz se toma su tiempo. Que la claridad no siempre es total, pero siempre está. A veces basta con un rayo que atraviese la neblina para recordarnos que seguimos aquí, respirando, avanzando.


El otoño es también preludio de Navidad, y con ella llegan las luces, las fiestas y las despedidas. Esa mezcla de ilusión y nostalgia que tantas veces se confunden. Volvemos a mirar los rostros de los que amamos, los que están y los que ya no. Y entre abrazos y silencios, algo dentro de nosotros se reconcilia. Porque la Navidad, más que una fecha, es un estado del alma: un tiempo donde la alegría y las añoranzas se dan la mano.


Hay una sabiduría profunda en la naturaleza que se repite año tras año y que solemos olvidar: nada se pierde del todo, solo se transforma. Así como los árboles se despojan de sus hojas para fortalecerse en invierno, nosotros también necesitamos soltar viejas cargas, pensamientos que ya no nutren, hábitos que nos drenan.
El arte de cuidar la mente pasa también por eso: aprender a dejar ir con conciencia, sin miedo, con serenidad.


Los tiempos movidos que vivimos —sociales, emocionales, globales— nos invitan a buscar refugios de calma interior. No es una calma pasiva, sino consciente. No se trata de evadir, sino de estar presentes, como el mar que, aun agitado en la superficie, conserva en su fondo una quietud inmutable.
Cada respiración profunda puede ser ese lugar de anclaje. Cada gesto amable, un refugio. Cada palabra serena, una semilla.


Y cuando el año se acerca a su fin, cuando diciembre nos llena de luces, ilusiones y consumo, comprendemos que lo vivido —con sus días grises y sus soles entre nubes— ha sido necesario. Que cada experiencia, incluso la más dura, traía consigo una enseñanza.
El otoño, en su aparente silencio, prepara el terreno para la renovación. Como la vida misma.


A veces, en medio de la prisa y las mareas fuertes, olvidamos lo simple:
que todo tiene su tiempo,
que la calma no se busca afuera,
que la alegría auténtica no depende del calendario, sino de la forma en que miramos, sentimos y compartimos.


Recurro a mí personaje MAXIMÍN, él nos recuerda que el equilibrio nace en lo cotidiano: en la taza de café que se enfría entre pensamientos, en la conversación sincera, en el paseo bajo la lluvia, en el perdón que soltamos a tiempo. En esa atención pequeña que convierte lo común en extraordinario.


Otoño, con su belleza apagada y sus luces oblicuas, nos invita a detenernos y mirar con otros ojos. A comprender que la vida, como las estaciones, no se detiene: cambia, se renueva, se adapta.
Y mientras las hojas caen y los vientos soplan, también nosotros, sin darnos cuenta, vamos desprendiéndonos de lo que no somos, para volver a lo esencial.


Porque hay un instante en que el viento cesa, las aguas se calman y el alma respira.
Y en ese silencio fértil, entre despedidas y comienzos, algo profundo florece:
la certeza de que vivir conscientemente es, también, un modo de amar.


Esteban Rodríguez García es coach en gestión emocional y mindfulness
y creador de la filosofía Maximíb: momentos de máximos con lo mínimo.

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