
Transcurrido un año desde que la Dana transformara las vías públicas de Valencia en corrientes torrenciales y los domicilios en depósitos de lodo, persiste una interrogante en el silencio de quienes experimentaron el evento: ¿cómo se logra la supervivencia ante tal adversidad? La respuesta no se encuentra en un manual de emergencia. La supervivencia trasciende la mera evacuación de la zona inundada; implica la adquisición de la capacidad para navegar el duelo, la pérdida y el trauma que se manifiestan posteriormente. En esencia, se trata de aprender a respirar cuando el entorno se encuentra sumergido en agua. Las imágenes de las familias que perdieron a sus seres queridos, durante el funeral de estado, resultaron profundamente conmovedoras.
Un año representa un periodo relativamente breve cuando la herida emocional permanece abierta. La sociedad valenciana no ha olvidado el impacto de la Dana. La memoria colectiva se aferra a la tragedia. El dolor por la Dana que devastó su tierra no se ha disipado; se ha metamorfoseado. Ya no se manifiesta como el grito desgarrador de los primeros días, sino como un lamento sordo, íntimo y colectivo a la vez, que se expresa en un lenguaje novedoso, tan valiente como silencioso. Sin embargo, y sobre todo, el dolor posee un nombre.
Este nombre corresponde a aquellas personas que no lograron escapar de la crecida, que presenciaron cómo la fuerza del agua les arrebataba lo más preciado. Sus familias llevan un año llorando una ausencia que resulta injusta. Cada lágrima derramada en su memoria constituye una contribución adicional al torrente de pena que la Dana dejó a su paso. Esta herida colectiva, aunque cicatrice externamente, continúa supurando incredulidad y una profunda tristeza.
La disputa por la narrativa, en la que se busca atribuir la responsabilidad, ha involucrado a las instituciones en una política de la mala conciencia, caracterizada por su incapacidad para asumir responsabilidades y su destreza para proyectarlas. En lugar de reconocer sus errores, que contribuyeron a la magnitud de las pérdidas humanas, y llevar a cabo una investigación seria y autocrítica, hemos presenciado un espectáculo de señalamientos mutuos. La ciudadanía percibe con claridad la realidad: el sistema ha fallado. La mala conciencia colectiva de la clase política se manifiesta en una lucha por la narrativa, con el objetivo de evitar que la etiqueta de incompetencia o negligencia se les asigne de forma permanente. Esta dinámica se asemeja a una danza macabra, donde el objetivo no es resolver el problema subyacente, sino gestionar la responsabilidad.
El legado más corrosivo de esta mala conciencia política es la erosión de la confianza. La ciudadanía ha perdido la fe en las promesas. Escucha los discursos sobre “lecciones aprendidas” y “nunca más” con escepticismo y fatiga. Percibe que, en el próximo desastre, es probable que vuelva a quedar desamparada una vez que la atención mediática se desvanezca. Esta desconfianza representa una amenaza para la salud democrática. Cuando las instituciones no cumplen con su función protectora, y su respuesta es lenta, ineficaz y marcada por el oportunismo, el contrato social se debilita. La ciudadanía siente que está expuesta no solo a los elementos naturales, sino también a la ineptitud y la desidia de quienes deberían garantizar su seguridad.
En el contexto del funeral de estado, se observa una transformación significativa en el lenguaje empleado. La narración de los eventos ya no se caracteriza por el histrionismo inicial, sino por una expresión pausada, con la mirada perdida y un temblor contenido en la voz. La comunicación se ha vuelto más concisa, pero cada palabra adquiere un mayor peso. Emerge un nuevo léxico compartido entre los valencianos, expresiones como “antes de la gota fría”, “la noche del barro” y “cuando bajó la riada”, que encapsulan universos de dolor compartido. El silencio, al referirse a los fallecidos, se erige como la expresión más elocuente de un dolor para el cual no existen palabras.
La necesidad de discursos grandilocuentes o ceremonias fastuosas se torna innecesaria. El dolor valenciano se manifiesta a través de actos sencillos y profundamente humanos, como la colocación de una corona de flores en el lugar donde el agua se llevó a un ser querido. El dolor no se ha transformado en resignación, sino en un compromiso con el cuidado. La red vecinal, forjada en plena emergencia, persiste. Asimismo, se evidencia en la paciencia con la que se escucha, reiteradamente, a quienes necesitan relatar su experiencia. La sociedad valenciana actúa como una psicóloga colectiva, sanándose a través del apoyo mutuo.
Quizás la manifestación más cruda del dolor no resuelto sea el miedo. Un nubarrón en el cielo o un pronóstico de lluvia intensa ya no se perciben como fenómenos meteorológicos inocuos, sino como detonantes de ansiedad. La sociedad valenciana observa el cielo con desconfianza, con una hipersensibilidad que constituye la huella indeleble del trauma. Este miedo colectivo evidencia que la herida permanece viva, latente, y se reactiva con cada cambio climático.
Gregorio Viera Vega fue concejal del PSOE en el Ayuntamiento de Telde.








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