
Dedicado a Carmina Losfablos Piracés, a sus estimados padres y a su enorme pasión por el conocimiento, los viajes y la vida.
Annie Ernaux la escritora francesa que ella misma define su obra como fruto de una escritura incisiva que va al corazón de las cosas, sorprende al lector cuando éste se encuentra con su producción literaria por primera vez.
Sorprende porque ha hecho de su propia vida, el material necesario para su escritura. Sorprende por la crudeza de sus relatos, sus continuas y profundas reflexiones y su valentía extrema.
Sorprende Ernaux, porque, haciendo eco de las palabras que el jurado de uno de su múltiples reconocimientos y premios, en este caso el Premio Formentor del año 2019, le dedica: “Ernaux desvela sin pudor la condición femenina, compartiendo con el lector la intimidad de la vergüenza y refleja con un estilo despojado la desordenada fragmentación de la vivencia contemporánea”, no podemos más que estar de acuerdo con él, palabra tras palabra.
Había leído su obra titulada “La vergüenza” justo el año en que le otorgaron el Premio Nobel. En aquel entonces deseaba conocer a esta escritora y lo cierto es que me impactó. Me sorprendió su manera tan descarnada de narrar su vida, de desnudarla y exponerla como material autobiográfico, de conseguir tratarla objetivamente, sin interpretación alguna, desde su prisma de mujer adulta plagada de experiencias personales, con un dominio literario tal que la narrativa se transforma en relato, un relato cargado de emocionalidad, un relato no ausente del dolor que persiste de unas etapas -infancia y adolescencia- que transitan como si no existieran otras realidades humanas. Fue a finales del pasado mes de junio cuando volví a leerlo.
“Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio. Fue a primera hora de la tarde”.
Un inicio de novela así, sorprende en un primer momento, pero convierte en cercana a su protagonista, volviéndola vulnerable -una niña de pocos años- y desde ese preciso instante el lector le toma cariño y, desde su papel de dolorido voyeur literario, le embarga una cierta dosis de fraternal compasión.
Esto se traduce en un efecto inmediato: las páginas del libro son leídas con avidez, deseoso el lector de conocer la niñez narrada por Annie, una niñez compartida por cada uno de nosotros pues, con todas las variantes que uno se pueda imaginar, cargadas o no de dramatismo, de severidad y castigos domésticos, más o menos conmovedor, son episodios cotidianos en la existencia de la gente corriente, personas que luchan a brazo partido con su presente diario, recelosos de un futuro incapaz de intuir, futuro que muchas veces se les antoja incierto; un sórdido escenario aderezado con lenguajes propios y singulares, jergas de barrio, ricos en dimes y diretes, en revelar secretos y cuitas del prójimo, cuchicheándolas, susurrándolas oreja a oreja, revalándolos a través de miradas más o menos rencorosas, más o menos despreciables, más o menos perversas que esconden, tras ellas, muchas de las ocultas miserias que todos arrastramos.
“Era normal tener vergüenza, como si esta fuera una consecuencia inevitable del oficio de mis padres, de sus problemas de dinero, de su pasado de obreros, de su forma de ser. De la escena de aquel domingo de junio. Para mí, la vergüenza se convirtió en una forma de vida. En el peor de los casos era algo que ya ni siquiera percibía: la llevaba dentro de mi propio cuerpo.”
“El lugar”, publicado por Colecciones Andanzas, fue mi segundo encuentro con Annie Ernaux. Apenas llevaba leídas media docena de páginas cuando tuve que cerrar el libro y respirar profundamente ante la crudeza del relato. Así, como se lo cuento. Detenerme, parar. Pasados unos minutos, tal vez el tiempo de acercame a la cocina y preparar un café, inicié de nuevo la lectura, a sabiendas de que este impasse me permitiría abordar, de un modo más sosegado, el descarnado encuentro con la muerte.
“El olor llegó el lunes. Jamás lo hubiera imaginado. Un leve hedor primero, después horrible, de flores olvidadas en un jarrón con agua podrida.”
Si observan con calma la foto de la portada del libro,-adjunto fotografía de la misma-, la niña Annie Ernaux no porta sólo la mochila azul de niña aplicada sino, con la cabeza gacha, asciende la escalera del futuro, su futuro, arrastrando como una sombra que le acompañará siempre, la omnipresente figura del padre.
“Escribo despacio. A medida que me esfuerzo en desvelar la verdadera trama de una vida dentro de un conjunto de hechos y de decisiones tengo la sensación de que pierdo el verdadero rostro de mi padre”.
Siempre presente, siempre ahí, siempre fruto de un mundo del que huye, que rechaza y odia. Siempre su presencia.
“Es en la manera en que la gente se sienta y se aburre en las salas de espera, se dirige a sus hijos o se dice adiós en los andenes de las estaciones, donde he buscado el rostro de mi padre. En esos seres anónimos con que tropiezo en cualquier parte, portadores, sin saberlo, de signos de entereza o de humillación, he vuelto a encontrar la realidad olvidada de su condición.”
Es difícil dejar de leer a Ernaux. Tan difícil que escasos son, si existen, sus novelas traducidas y publicadas por Tusquets Ediciones y Cabaret Voltair que no haya leído un par de veces.
Me identifico con esta escritora, tal vez y entre otras razones por mi incapacidad manifiesta a la hora de realizar una lectura de mi pasado y presente a partir de un prisma reflexivo que me permita observar los hechos cotidianos, el día a día de mi vida, con tanta clarividencia, con un análisis tan metódico y definido como profundamente calculado.
Por eso sigo leyendo a Ernaux y les invito a conocerla. La editorial Cabaret Voltaire tiene traducida una buena parte su obra.
No acostumbro a traer más de dos obras de una escritora o escritor a estos breves artículos, pero no puedo negarles que, en un suspiro, devoré “El hombre joven”
“A menudo he hecho el amor para obligarme a escribir. Quería encontrar en el cansancio, en el desamparo que le siguen, razones para no aguardar ya nada de la vida”
Vivir con plena intensidad, lejos de absurdos convencionalismos, que sin embargo te persiguen, te señalan, te acusan: “-Era casi treinta años más joven que yo” -reconoce la protagonista.
“A su lado, mi memoria me parecía infinita. Esa densidad temporal que nos separaba tenía una gran dulzura, confería más intensidad al presente.”
Apenas cuarenta y cinco páginas de una relación tan intensa como eterna.
La lectura de “Los armarios vacíos” es sentir en tus entrañas la carrera de fondo que lleva a cabo la escritora a lo largo de su infancia, adolescencia y juventud. Siempre entre dos mundos, el que no era suyo y al que deseaba con todas sus fuerzas acceder y el de su familia, sus padres, abuelos y generaciones anteriores. Siente vergüenza de todos ellos, no porque no la quieran y la pretendan feliz sino por el vacío que provoca en ella cada una de sus vidas, desarraigadas de todo aquello que signifique estética, modales, conocimiento, crecimiento personal. Reconoce la escritora que llega a odiarlos por su vulgaridad, por ignorantes, por paletos, por transitar en la vida ajenos a la música, a la pintura, a las artes, a la belleza…
“Nadie habla nunca de ello, de la vergüenza, de las humillaciones, olvidamos las frases pérfidas que recibimos en plena cara, sobre todo de pequeñas. De estudiante.. Se burlaban de mí, de mis padres. Humillación.”
El envite a la lectura está echado, decisión de cada uno de ustedes, estimados lectores, aceptarlo o no.
José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Lector, escritor y educador ambiental.


























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