
Gracias a la extraordinaria biodiversidad sus ecosistemas y la espectacularidad de sus paisajes, a su suave clima subtropical y a su rica cultura tricontinental, las Islas Canarias proyectan una imagen de paraíso turístico de ensueño. Sin embargo, tras esa fachada de lugar idílico, sostenida en constantes campañas publicitarias, se esconde la cruda realidad de una comunidad marcada por vulnerabilidades cronificadas y un entorno archipielágico sometido a crecientes deterioros ecológicos.
Porque en las pretendidas “Islas afortunadas” más del 30% de su población soporta una de las mayores tasas de riesgo de pobreza y exclusión social de España, siendo la de pobreza severa de un 15%, la más alta del Estado, lo que acarrea, para casi la mitad de los hogares, serias dificultades para afrontar los costes de vida. Además, estas penosas condiciones son agravadas por un nivel de precios que supera la media nacional.
Y es resultado, tal como demuestran recientes informes sobre desigualdad, de la mayor diferencia en el reparto de la riqueza de España. La riqueza total neta en Canarias es de aproximadamente 218.000 millones de euros y la décima parte más rica de su ciudadanía concentra más del 61% de los bienes, una fortuna que supera los 133.000 millones. En el otro extremo, la mitad más empobrecida difícilmente alcanza el 7% de la riqueza, unos 8.700 millones. Esta profunda desigualdad en el reparto conlleva que se concentren de forma abrumadora los activos como viviendas, depósitos bancarios y acciones de empresas en una reducida minoría de la población.
Así mismo, la extremada dualización de esta comunidad tiene mucho que ver con una persistente y notable brecha salarial. Los salarios medios son casi los más bajos del Estado y el empleo que se crea, por ser dependiente del sector servicios, es de baja calidad y a menudo con condiciones laborales precarias, sobre todo para la población activa joven y femenina.
Además del empleo, en esta comunidad el resto de los pilares básicos del Estado de Bienestar, los servicios públicos fundamentales para asegurar un nivel de vida digno a la ciudadanía fallan estrepitosamente. Empezando por la sanidad, que naufraga entre listas de espera interminables, saturación de servicios y clamorosas desatenciones a las necesidades de la población más dependiente. También la Educación, con un acceso desde la infancia hasta la universidad a una formación pública que está siempre en calidad por debajo de la media nacional, como demuestran los elevados índices de abandono escolar y el estar a la cola en los Informes PISA.
Tampoco las pensiones de jubilación y de discapacidad y los sistemas de protección ante el desempleo logran equipararse al promedio estatal. Aunque la pensión contributiva media en Canarias ha alcanzado recientemente el récord de 1.194 euros sigue estando 117 euros por debajo de la media nacional, lo que implica una merma de 1.638 euros al año para las y los pensionistas isleños.
Y, por si fuera poco, tras décadas de desatenciones e incumplimientos por parte de las autoridades políticas, el acceso a una vivienda digna se ha convertido en uno de los problemas más acuciantes para las y los residentes. Mientras se sigue priorizando el crecimiento de la planta hotelera y continua el auge del alquiler vacacional y la compra de residencias por parte de extranjeros y grandes tenedores, la escasez crónica de oferta de alquiler social ha provocado un incremento desorbitado de los precios, inasumible para la gran mayoría de residentes.
Como agravamiento de estas indeseables condiciones socioeconómicas el estado de los ecosistemas de Canarias presenta, así mismo, claras muestras de extenuación. Aun cuando los más de 300,000 kilómetros cuadrados de espacios protegidos -en torno al 40 % de la superficie total del archipiélago- pareciera que blindan la protección de sus entornos naturales, lo cierto es que los distintos espacios terrestres y marinos se degradan sin aparente remedio. Y es que el conjunto de los 146 Parques Naturales y Rurales, Reservas Naturales Integrales y Especiales, Monumentos Naturales, Paisajes Protegidos y Sitios de Interés Científico llevan décadas sometidos a injustificables abandonos y a intolerables agresiones.
Centrándonos en la isla de Gran Canaria, está constatado que las diferentes figuras de protección medioambiental sobre 67.000 km² -el 43 % de su territorio- no han conseguido evitar comprometer su acuífero y sus niveles de recarga por la extracción intensiva, su alta contaminación por fitosanitarios (Canarias figura entre las comunidades con mayor uso relativo de pesticidas) y la pérdida de calidad de sus aguas. Ni que, según estudios académicos sobre el conjunto de las islas, se puedan llegar a perder casi la mitad del agua que se obtiene de acuíferos y de fuentes técnicas por fugas y deficiencias en redes, con importantes afectaciones a la disponibilidad y la eficiencia del uso del escasísimo y preciado recurso. Tampoco se ha puesto coto a la contaminación de ecosistemas costeros y a vertidos ilegales, que conllevan incluso cierres de playas.
Aunque no solo, en Gran Canaria los vertederos controlados están colmatados y los ilegales proliferan contaminando los suelos y cursos de ramblas y obstruyendo cauces con riesgo hidrológico. Además de por la acumulación de residuos, el estado de abandono de múltiples barrancos se caracteriza por la falta de mantenimiento y la ausencia de renaturalización. Se incrementan las especies vegetales (como el resistente “Rabo de gato”) y de fauna (como la prolífica “culebra real”) invasoras que se suman a la extensión descontrolada de eucaliptos, tuneras, pitas y cañas y a los gatos asilvestrados y ratas que comportan pérdida de hábitats nativos, alteración del régimen de incendios y graves daños a la fauna endémica y a cultivos. También los incendios forestales, vinculados a la falta de gestión preventiva y al calentamiento climático están intensificándose. Y el creciente abandono rural y de cultivos agrícolas tradicionales y de las cadenas en medianías es un factor de agravamiento que ha dejado terrenos y laderas sin gestión, con pérdida de suelo fértil, funciones hídricas y protección frente a la erosión y la desertificación.
La destrucción de varios ecosistemas del barranco de Arguineguín para la realización de una gigantesca obra hidroeléctrica que pretende mejorar la implantación de las energías renovables y está contestada por el conjunto de los movimientos ecologistas, y la ocupación de los paisajes y entornos de espacios protegidos con torres de alta tensión e instalaciones eléctricas completan el conjunto de agresiones insostenibles. El actual gobierno insular, que ha hecho bandera de estas onerosas intervenciones, que incluyen seguir aumentando el número de plazas hoteleras y acometer un tren paralelo a la autovía, tiene la desfachatez de pretender que con sus contraproducentes políticas se marca la senda de conseguir que la nuestra sea una “Ecoisla”. Y el gobierno autonómico, a golpe de “Emergencias”, no hace sino que agravar el desastre que se avecina.
No obstante, estos malos tiempos para la justicia social y el cuidado medioambiental vienen impulsados por una desnortada Unión Europea y por las políticas neoliberales seguidistas del Estado español. Las élites de poder y las administraciones hace décadas que se han vuelto parte de los problemas. Por tanto, las soluciones quedan de la mano de la sociedad civil, del ámbito donde las personas, colectivos e instituciones que pretenden más democracia y no menos, más responsabilidad pública y más solidaridad comunitaria estamos concernidas a procurar que Canarias llegue a ser, verdaderamente, un paraíso de sostenibilidad social, económica y ecológica. Lo contrario de la deriva al colapso en la que llevamos instalados demasiado tiempo.
Xavier Aparici es filósofo y experto en gobernanza y participación.
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