
Uno de los misterios más hondos durante la vida es la existencia de la maldad, que se manifiesta en la tierra sin necesidad de aguardar infiernos potenciales anunciados. Quizá, ese infierno no exista en cuanto que ya está presente entre nosotros o bien lo vivido ahora sea una antesala que existencialmente dirima el infierno venidero y postrero tras la muerte. Con todo, la maldad es una realidad patente, cotidiana, lista e inesperada. Los diablos se manifiestan ‘per se’ o mediante terceros y nos obliga a estar alerta, bien pertrechados en la defensa para no dejarnos contaminar. Por no olvidar que, también, podemos ser víctimas de los
diablos y de la maldad porque dejemos entrar su influencia en nuestra persona, condicionando el obrar con el que procedemos. Dicho de otra manera, no solo pueden ser malos los demás sino igualmente nosotros.
No se trata aquí de hacer un exorcismo voluntarioso pues ni es competencia que nos asista ni menester que podamos abordar, sino tener presente, muy presente, que a la maldad hay que ponerle freno para que no nos haga partícipes de su nefasta voluntad y, por otro lado, calibrar que la maldad y los diablos se personifican en los individuos y en la sociedad. La persona nacerá buena por instinto divino o por mera presunción filosófica de nuestra existencia (herencia de la Ilustración) pero, esquemas e hipótesis al margen, la maldad concurre y es deber combatirla, por nuestro propio bien y por el del resto.
La maldad aflora en el lugar de trabajo, en la familia, en los grupos de amigos, en los responsables públicos… La maldad se manifiesta tanto o más que la bondad. Y nadie puede escapar de semejante dicotomía pues esta se erige, a fin de cuentas, en el balance de la existencia que nos preside y protagonizamos con nuestras acciones. Es la otra cara de la moneda de la razón de vida: la sed de justicia y la voluntad de Dios y, en el reverso, la maldad.
Y aquí entra la verdad evangélica de las acciones: que son precisamente aquellas por las que nos conocerán, para bien o para mal. Las palabras pueden ser engañosas o estar apuntaladas con la mejor de las intenciones que si después no son consagradas en la acción de cada uno, de nada sirve. Las acciones pontifican el bien y el mal. Y en esa disyuntiva, en la que atesoramos la libertad y el peso de la conciencia, debemos actuar a lo largo de nuestra vida, hasta que sobrevenga el instante de la muerte. La maldad es, en suma, fenómeno cotidiano que nos rodea; que tiene rostro propio pues los diablos hacen su faena y se hacen visibles en los diversos ámbitos de nuestra vida, desde lo laboral a lo íntimo, desde las relaciones familiares a la irresponsabilidad de los poderosos, desde cualquier ángulo que presida la existencia.
























Olga Maria Rivero Santana | Sábado, 23 de Agosto de 2025 a las 12:43:04 horas
¡Lo peor de ésto, es cuando dejamos de ser conscientes del mal o de los males que nos rodean, porque "los normalizamos", algo que es el signo mayor y definitivo de que estamos realmente ENFERMOS como seres humanos!
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