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Primera Plana

Ruperto se fue a la guerra

Columna de Rafael Álvarez Gil

RAFAEL ÁLVAREZ GIL 2 Jueves, 07 de Agosto de 2025 Tiempo de lectura: Actualizada Jueves, 07 de Agosto de 2025 a las 06:43:28 horas

El camastro era ancho y grande. El dormitorio de los progenitores daba al final del pasillo pero tenía una ventana grande a la calle peatonal que daba acceso a la casa. Corrían los años sesenta del pasado siglo. El padre, acostado ya durante días, agonizaba. Hacía tiempo que Ruperto estaba diezmado en carne y revestido prácticamente solo por sus huesos. El rostro había demudado, enjuto y famélico ante la voracidad de la enfermedad. Mas en el ambiente se respiraba el aroma a final, el presentimiento de la muerte que está al caer. Y[Img #1017475] a un lado, apostada en silencio, la niña, su hija, que contemplaba al padre desde la sobriedad del que no siente. El padre se moría como un perro y la hija no sentía nada. Y tampoco se sentía culpable por ello. Y eso que el cura se jactaba cada domingo en proclamar que a los padres hay que honrarlos. Aunque resulta que este padre no lo era al uso, o que no lo merecía. Esa misma niña retenía la huella del maltrato a su madre, que también asistía al adiós del marido desde el otro lado de la habitación. Las tardes de la humillación a ambas, con la niña jugando en la cocina pero escuchando el alarido y espanto de su madre, apaleada por Ruperto, sin necesidad de alcohol sino espoleado solo por su podredumbre interna fruto de las frustraciones y la maldad que le carcomían.

 

Las vecinas del barrio murmuraban que era un mal bicho, que en su alma anidaba el diablo. Mas todos recuerdan que Ruperto, en el 36, se puso uniforme de Falange, con botas y correaje, y empezó a saludar brazo en alto con vivas a Franco. No era un falangista de primera hora, un ‘camisa vieja’, pero casi. Si no hubiera habido golpe de Estado aquel verano, hubiese seguido su vida anodina entre la oficina y los atardeceres lacónicos en la casa. Pero al perro que ahora se muere, entonces le reverdeció el afán de lucir pistola, los desfiles y la jauría organizada para coger un barco a la península y marchar a la guerra. Aunque Ruperto se quedó en Canarias.

 

No llegó a ir la sima de Jinámar, pues le podía el miedo por mucho que fuese luego un maltratador, pero los violentos (en el fondo) son cobardes. Permanecía en la retaguardia de Telde, dispensando los camiones que cargaban a los represaliados desde el casco a Gando para acabar asesinados con un tiro en la nuca y arrojados en la dichosa sima de la vergüenza.

 

Sus camaradas volvían vomitando aunque con la sed producto del que ha visto la muerte y la maldad, el que la ha ejecutado. E iban todos al bar a pasar las primeras horas de la madrugada entre ron y ron. Y Ruperto escuchaba las miserias de sus colegas falangistas y con la duda de que quizá, por aquello de preparar los camiones y el cargamento de hombres indefensos (concejales, sindicalistas, maestros y ciudadanos republicanos y con ideas avanzadas), quizá tenía parte de culpa. No se confesó ante ningún sacerdote. Y guardó esa bazofia moral en su estómago. Mientras tanto, Ruperto, hecho perro en vida, acercándose a la muerte indefectible en su agonía, no tiene familiar al lado que le ampare. La madre y la hija solo miran, observan, certifican sus jadeos, pero no sienten ni piedad ni compasión. Solo esperan el último soplo del que está sudando en el lecho de muerte, fustigado por los látigos de la conciencia que no perdona.

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