
Nada extrañan las barbaridades ni a la perplejidad ha de asombrar. Ocurre lo esperable. Lo inevitable. Con la naturalidad con la que cae la manzana al pie del árbol. Entre los que lo han visto claro, no hablaría tanto de un posible don de la predicción como de una soberana muestra de sentido común. Se supo desde el principio cómo se sucederían las arbitrariedades, producto de los hondos desequilibrios de la personalidad voluble de quien decide, y cómo los llamados a cumplir con sus desquiciantes resoluciones se verían abocados al más terrible de los dilemas que puede aquejar a un servidor público: obedecer a un —por su manera de ser y actuar— individuo “inobedecible”.
Tenía que pasar. Solo había que detenerse un instante, contemplar su deambular, cotejar sus palabras, desenvolver el ánimo de prejuicios y reconocer cuán necesaria y reconfortante es la virtud de la prudencia y el humanitarismo en los que ejercen cualquier función de liderazgo en la que están en juego las vidas y el bienestar de sus semejantes. Votar a monstruos que nunca dejaron de explicitar su monstruosidad, en una democracia consecuente, torna la culpabilidad no en la víbora —que «no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, aunque con ella mata, por habérsela dado la naturaleza», como dice Marcela en el XIV de la primera parte del Quijote—, sino en cuantos permitieron que libre saliera de su madriguera y, asumiendo ser la dueña de todo lo que hay a su alrededor, se orientara hacia donde tanto mal podía provocar. Ninguna sorpresa, pues, cabe reflejarse en los rostros. Ninguna. Lo único admisible que se debería mostrar en las caras y los corazones es miedo e incertidumbre: por el daño causado, por el daño que se causará.
No hablo de nadie en concreto —aunque la ocasión del texto pueda inclinar a pensar en…—, sino de un sinnúmero de personas que, situadas en sus particulares habitáculos de poder, nos recuerdan con sus acciones y omisiones que jamás nos engañaron y que en su momento, por su manera de ser y de concebir el mundo que nos concierne, con reiteración y sin enmascaramientos, nos advirtieron de que no eran trigo limpio. Nosotros, los corderos, fuimos avisados por los lobos. Aun así, a sus fauces, en democráticas pastoreadas, nos condujeron los borregos desatentos.
Victoriano Santana Sanjurjo es doctor en Filología Hispánica y profesor de Secundaria.
























Olga Maria Rivero Santana | Domingo, 22 de Junio de 2025 a las 14:17:18 horas
Una llamada, creo yo, a ésos "lobos"que no se crean "intocables" aunque a la ciudadanía se nos está haciendo cada vez "más irrespirable" el ambiente, una llamada."la reacción" desde "dentro' de los propios partidos y una llamada al pueblo llano a no "bajar los brazos" y volver a recuperar nuestra identidad, ejerciendo nuestro DERECHO a ELEGIR líbremente en unas nuevas ELECCIONES.
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