
Tu libertad la determina tu necesidad de estar próximo al teléfono móvil. El realmente libre, y la libertad es poder, al menos interior, individual, puede estar alejado por toda la jornada del aparato. Cuanta más distancia, cuanto más frío esté el terminal por no usarlo, más poderoso eres. La libertad de la independencia, el poder de la autoreferencia. Menos es más. Alcanzar esta meta no es fácil, precisa de una evolución como persona. Y para evolucionar no solo hace falta autoexigencia hacia los estímulos exteriores y la sociedad en sí, sino desarrollar tu potencial intimista con vocación de grandeza. Una grandeza noble, virtuosa, apostada en los valores clásicos que afianzan la vida y la muerte como transcendencia permanente.
El móvil aquella mañana fue recibiendo poco a poco notificaciones. Cada vez menos llamadas, aunque las había, pero numerosos enlaces a las últimas noticias, timbres de las redes sociales y recepción de los correos electrónicos. Vamos, los folletos que llenaban antaño los buzones en los portales de los edificios con la publicidad de los supermercados, no era nada comparado con la ola actual de la notificación al instante.
Sin embargo, optó por no atender el móvil. Lo dejó esquinado. Al olvido. Al reposo del día. Y se dejó llevar por las tareas domésticas, las habituales y los planes programados en la calle o lo que fuese surgiendo. El móvil entonces quedó anclado a la casa como el televisor a la pared.
A medida que trascurrieron las horas, se fue agolpando un listado y rebumbio de notificaciones en el móvil que, de repente, su propia importancia se fue difuminando. El primer mensaje de telefonía recibido, que aparentemente era tan necesario, fue perdiendo fuelle a la vez que otros llegaban. Es decir, el uno al otro se superponía en una espiral infinita donde solo vence la irrelevancia. La irrelevancia de la libertad que es, al fin, la conquista personal de la nada a la que nos debemos en última instancia. Así que cuando llegó la noche tuvo la duda de detenerse por unos minutos a observar lo recibido o directamente apagarlo para dejarlo como tarea pendiente al día siguiente. Para esas horas de la noche ya no sabía cuánto tenía que responder. El listado exterior se hizo chico. El propio móvil dejó de ser móvil. Nada era relevante. Se había inundado de virtualidad el aparato, había muerto de éxito. Aunque un éxito engañoso, que hipoteca la realidad misma a la que nos debemos. El móvil a sí mismo se había ahogado. Y sin mérito alguno.
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