Soy seguidor del Festival de Eurovisión desde que tengo uso de razón. Aquel espacio cultural que un día fue creado con el fin de inspirar a una Europa que trataba de superar los estragos de una guerra, buscando unidad y concordia a través de un foro musical.
He visto este festival desde niño y para mí es mucho más que un concurso de canciones. Es el recuerdo de una familia frente a una televisión en blanco y negro o el del adolescente buscando junto a su madre la emisión en la segunda cadena de la televisión pública. Me trae el eco de esas fiestas y reuniones con los míos y la expectativa ilusionante de que esa vez sí, España ganase el tan preciado como esquivo micrófono de cristal. Más recientemente también ha supuesto una experiencia única, al poder viajar con amigos a la sede del momento para vivir allí ya no sólo las emisiones televisivas en directo, sino el ambiente de diversión, alegría y jolgorio que trae consigo el concurso a la ciudad anfitriona.
Con Eurovisión aprendimos de geografía y hasta de relaciones internacionales: A identificar banderas, las capitales de los distintos estados o con quién simpatiza más cada país… Casi un juego de mesa sobre cultura y sociología europea del siglo XX y XXI… Ha sido el fiel reflejo de la evolución de este viejo continente hasta llegar a ser un Erasmus musical y de la fragmentación del Este y de los Balcanes, haciendo crecer considerablemente así el número de países participantes… También nos hemos hecho algo más políglotas, pues quién no sabe decir ya “buenas noches” en varios idiomas o el apreciado doce puntos o incluso pronunciar Reino Unido en francés.
Sí, soy lo que se dice un eurofan y no me avergüenzo de ello. Igual algo friki para muchos, pero no lo suficiente como para que me dé igual que gane un tema que me resulte ridículo o bochornoso musicalmente hablando, pero sobre todo como para que pueda permanecer impasible ante el uso propagandístico y político del festival.
Y es que son ya muchas las veces en las que de una u otra forma, se pretende colocarnos a los seguidores de este concurso a uno u otro lado de una balanza que nada tiene que ver con la música. Hace unos años, poco antes de que convirtiéramos a Chanel en la madre de todas las actuaciones de España y en la heroína indiscutible nacional, también quisieron vernos como los aladides del uso machista del lenguaje, que si la canción hacía apología de la prostitución, que si no era propio del país de Cervantes por el uso de anglicismos… Afortunadamente para la artista y para los que la apoyábamos desde el minuto uno, quedó en un tercer puesto y ya entonces todos y todas cantamos Slomo sin complejos y pasó el escarnio público. Desde el pasado año, al comenzar los ataques de Israel en la franja de Gaza tras el atentado terrorista del 07 de octubre de Hamás, los eurofans hemos pasado para muchos a la categoría de frívolos e inconscientes. Como si no nos importase el respeto por los derechos humanos o la muerte indiscriminada de la población palestina. Esto me resulta a todas luces injusto porque por una parte somos muchos los que pensamos que efectivamente la Unión Europea de Radiodifusión (UER) debió ser coherente y en base a esos valores de respeto y tolerancia que vio claramente vulnerados por Rusia cuando decidió invadir Ucrania, lo que sacó a Rusia de la competición, haber sacado también a Israel en 2024. Somos muchos los que sacamos banderas de Palestina en las galas de Eurovisión y ni aplaudimos ni vitoreamos la canción israelí e incluso la abucheamos, y muchos los que nos vemos envueltos en tensiones no deseables con seguidores de Israel que sí que apoyan su candidatura, para luego salir a la calle y vernos agraviados y escupidos literalmente, como indeseables y delincuentes, al ver que llevamos una camiseta alusiva al Festival. Nos hemos llegado a ir discretamente y casi de incógnito hasta las “zonas de seguridad”, para evitarnos malos tragos y situaciones violentas en medio de las calles.
Me duele que sea la propia organización del Festival la que atendiendo a criterios económicos, porque tenemos que recordar que Moroccanoil (empresa de estética israelí) es el principal patrocinador, pone en riesgo la reputación del concurso, la integridad de sus seguidores y sobre todo los valores que desde su fundación en 1956 han sido un baluarte de identidad.
Pero no quiero acabar este artículo sin añadir también otra reflexión. Una que alude a la incoherencia de nuestra sociedad, a las incongruencias de muchos de los que ahora se llenan la boca para desprestigiar Eurovisión y a los que lo seguimos con entusiasmo sin dejar de ser críticos con lo que no nos gusta, a los que quieren vernos como unos descerebrados que apoyamos con nuestra asistencia políticas genocidas, queriéndonos cargar con el peso moral de quedarnos impávidos ante tales atrocidades cuando animamos a una Melody o cantamos “Zorra”. Resulta irónico cuando sin ir más lejos no hace ni un año, no se escuchaba a ninguno de esos protestar por la participación del Estado de Benjamín Netanyahu en los Juegos Olímpicos de París o en tantos otros foros internacionales. Una vez más pareciera que sólo se exige a los eurofans ser la conciencia de las injusticias del Mundo.
En otros ámbitos también encontramos esas contradicciones, como cuando se sigue por ejemplo yendo a estadios a apoyar a equipos de fútbol cuyas aficiones han demostrado en ocasiones ser claramente machistas, homófobas e incluso racistas. Se sigue comprando en tiendas que sabemos explotan a sus empleados y empleadas en países terceros. Se adquiere productos on line en grandes empresas cuyos envíos contribuyen al deterioro del medio ambiente, la devaluación del producto local o el abuso en las condiciones laborales de su plantilla.
Desde aquí quiero dejar claro mi total rechazo a lo que el pueblo gazatí está viviendo a los ojos de este Mundo lleno de intereses cruzados y aplaudir lo que RTVE hizo tanto en la semifinal como en la final de Eurovisión, alzando su voz como ente público ante lo que es una objetiva injusticia y vergüenza. Pero también deseo expresar mi orgullo por haber sido testigo en Basilea de cómo la gran mayoría de los frikis eurovisivos saltábamos de alegría ante la derrota de Israel y el fracaso de ese burdo intento del Gobierno israelí por hacer propaganda comprando votos para alzarse con el premio.
Esa noche muchos y muchas fuimos Austria y sumamos nuestras voces para hacernos escuchar y tal vez parezca poca cosa, pero si ante cada injusticia todos hiciéramos nuestra parte, igual este Mundo sería un poco menos injusto.
Juan Marcos Pérez Ramírez es ingeniero técnico de Telecomunicaciones.
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