
Vivimos en la era de la hiperconexión, donde los dispositivos electrónicos se han convertido en extensiones de nuestro cuerpo y nuestro cerebro. Para muchos, especialmente los jóvenes, el smartphone no es solo una herramienta: es la ventana al mundo, al entretenimiento, a las relaciones y al conocimiento, e incluso piensa por ellos. Sin embargo, esta dependencia cada vez más profunda nos hace vulnerables. Lo que antes era impensable —quedarnos sin electricidad o sin cobertura— hoy puede generar ansiedad, desorientación o incluso pánico.
Hace apenas 50 años, las interrupciones en el suministro eléctrico eran comunes. Se vivía con lo esencial. Cuando se iba la luz, se encendían velas, se cocinaba con gas, y las familias se reunían en torno a una radio de pilas. No había pantallas que captaran nuestra atención ni notificaciones que interrumpieran la conversación. La vida era más lenta, sí, pero también vivíamos el día a día. Las relaciones eran cara a cara, las noticias llegaban con retraso, y la espera era parte de nuestra vida cotidiana.
Hoy, basta con un apagón de apenas una hora para que colapse nuestra rutina. En lugares como Cuba o Venezuela, los apagones intermitentes forman parte de la vida diaria. El malestar que generan no se debe solo a la oscuridad, sino a la desconexión forzada de nuestras tecnologías. Sin electricidad no hay internet, no hay carga de batería, no hay WiFi, no podemos ni hacernos un café y con ello parece que nos quedamos sin identidad ni control.
Pero, mientras en el mundo desarrollado nos quejamos por unas horas sin conexión, hay millones de personas que jamás han tenido acceso a la electricidad. En África subsahariana, según datos del Banco Mundial de 2023, más de 600 millones de personas viven sin acceso a una red eléctrica estable. Eso representa más de la mitad de su población. En algunos países, como Chad o Sudán del Sur, menos del 10% de los hogares tienen electricidad. El acceso a un teléfono móvil o a internet es aún más limitado.
Estas cifras nos obligan a hacer una pausa y reflexionar. ¿Qué significa depender tanto de algo que, para otros, ni siquiera existe? ¿Cómo valoramos la tecnología cuando damos por hecho que siempre estará disponible? Para quienes nunca han tenido luz, cada vela es un lujo, cada radio de pilas una conexión con el mundo exterior. Para nosotros, es una molestia tener que usarla si se va la luz o el WiFi.
Con esta comparación no busco romantizar la pobreza energética ni demonizar la tecnología. Al contrario, la tecnología bien usada puede ser una herramienta de transformación y equidad. Pero también nos recuerda que, en nuestro afán de estar siempre conectados, hemos perdido habilidades básicas: el diálogo, la paciencia, la presencia, el silencio compartido.
Quizá sea hora de reaprender. De valorar lo que tenemos y de ser conscientes de lo frágil que es nuestro confort. De recordar que la luz artificial no debe apagar nuestra luz interior. Y, sobre todo, de entender que, si bien vivir sin tecnología puede ser difícil, pero vivir sin el contacto con los más cercanos, sin empatía o reflexión es mucho peor.
Esteban Gabriel Santana Cabrera es maestro de Primaria.
























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