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Colaboración

Los Marrubios: Memorias de autosuficiencia y comunidad

Juan Vega Romero

JUAN VEGA ROMERO Lunes, 05 de Mayo de 2025 Tiempo de lectura: Actualizada Lunes, 05 de Mayo de 2025 a las 08:40:54 horas

En lo alto de Telde, donde la tierra se vuelve áspera y el viento acaricia las piedras, el pago de Los Marrubios guarda aún la memoria de una vida sencilla pero profunda. Situado en las medianías rurales del municipio, este enclave fue, durante generaciones, refugio de autosuficiencia, trueque y saberes heredados. A través del testimonio de Juanito Caballero López, de 91 años —entrevistado en marzo de 2025 en su casa cueva—, rescatamos un tiempo en el que la vida giraba en torno al esfuerzo, la comunidad y el amor por la tierra.

 

[Img #1043171]Hoy, su legado vive gracias a sus hijos Manuel, Juan y María Caballero Ramírez, que continúan la labor que él y su esposa, Dña. María Dolores Ramírez López, sembraron con sacrificio y amor.

 

En el corazón agreste de Los Marrubios, un pago suspendido en las alturas de Telde, la memoria de Juanito Caballero López, a sus 91 años, es un eco vivo de una época donde la autosuficiencia era la brújula y el esfuerzo diario, el camino. Su hogar, una hermosa casa cueva que él mismo excavó con manos curtidas antes de casarse, se erige hoy como un silencioso testimonio de tiempos difíciles, sí, pero también profundamente significativos.

 

A lo largo de nueve décadas, Juanito ha visto el mundo transformarse a su alrededor, pero en su recuerdo permanecen intactos los días en que la lejanía imponía su ritmo a cada aspecto de la existencia. En una era sin el rugido de los coches, sin la abundancia de los supermercados y sin las comodidades tecnológicas que hoy damos por sentadas, vivir en Los Marrubios significaba abrazar la autosuficiencia, exprimir cada recurso y, sobre todo, depender del tejido comunitario y de la sabiduría ancestral transmitida de generación en generación. 

 

El camino a El Ingenio: una jornada de trueque y necesidad
Desde muy joven, Juanito comprendió que la vida en un pago remoto exigía el sacrificio de largas caminatas para obtener lo esencial. Con su burro, un fiel compañero de aventuras, descendía a Ingenio cargado con cestas repletas de tesoros de su tierra: queso fresco, higos dulces y tunos jugosos. Con paciencia espartana, recorría senderos de tierra, sintiendo el sol abrazador en la espalda y el peso de la mercancía marcando cada paso, mientras el aroma de las hierbas silvestres perfumaba el aire.

 

Al llegar al pueblo, su labor apenas comenzaba. Con voz firme pero amable, ofrecía sus productos en las calles bulliciosas, negociando con la esperanza de obtener los víveres necesarios para abastecer a su familia. No había lujos ni dinero de sobra; el trueque era la moneda corriente, y cada intercambio representaba el sustento de días, incluso semanas.

 

Cuando el sol comenzaba a declinar, Juanito emprendía el regreso a Los Marrubios con las cestas repletas, ya no de mercancía para vender, sino de los alimentos imprescindibles que su tierra no podía ofrecerle. La subida era ardua, el camino se antojaba interminable, pero en su corazón siempre latía la profunda satisfacción del deber cumplido. 

 

Los cochineros: el comercio que unía caminos
Pero Juanito no era el único que desafiaba los caminos de la isla con la esperanza de alimentar a sus seres queridos. Recuerda con especial cariño la figura de los cochineros de Ingenio, aquellos hombres errantes que, con sus burros cargados de chillones crías de cerdo, recorrían cada rincón de Gran Canaria.

 

Los cochineros, incansables, no dejaban atrás ni el más recóndito hogar. Ascendían desde Ingenio por el camino del Roque y, antes de llegar a Los Marrubios, se desviaban hacia Las Nareas, La Morisca y Malpaso. Luego continuaban su periplo por El Vijete, Lomo Caballo, Majada Alta, El Cabezo, El Mojón hasta alcanzar la Hoya de la Perra, desde donde decidían la ruta a seguir, asegurándose de que hasta la última familia tuviera la oportunidad de adquirir un lechón.

 

Para Juanito y su familia, la llegada de los cochineros era más que una transacción comercial; era una bocanada de esperanza, la promesa de sustento para los meses venideros. Comprar un cerdo no era solo una adquisición, sino una inversión a futuro: con los cuidados adecuados, aquel animal crecería y se convertiría en alimento para toda la familia y para los vecinos. Eran tiempos en los que no se desperdiciaba nada; cada parte del animal tenía su propósito, desde la carne hasta la grasa, utilizada para cocinar y conservar otros alimentos.

 

El sonido característico de los cochineros, una mezcla de gruñidos y voces resonando en la distancia, anunciaba su llegada. Con sus burros cargados de crías y su voz inconfundible, iban ofreciendo sus animales, intercambiando historias con los vecinos y dejando tras de sí la huella de un oficio que, con el tiempo, se desvaneció en la memoria. Hoy, Juanito habla de ellos con una nostalgia dulce, recordando aquellos días en que los caminos eran testigos de un comercio humilde pero esencial, un lazo vital entre comunidades. 

 

Sabiduría ancestral: la Mimbre y la sanación sin médicos
La lejanía no solo marcaba la mesa, sino también la salud. Sin la proximidad de médicos y con caminos difíciles de transitar en caso de urgencia, la comunidad debía recurrir a los conocimientos transmitidos de generación en generación, un legado de supervivencia.

 

Juanito menciona la Mimbre, una técnica ancestral utilizada para tratar a los niños que nacían con hernias. En una época donde la medicina moderna era un lujo inalcanzable para muchos, la gente confiaba en los remedios tradicionales. 

 

Juanito lo cuenta con detalle:
“El día de San Juan, antes de salir el sol, tres Marías y un Juan iban a la mimbrera. Juan la abría con la mano izquierda. Una María hilaba lana, otra amasaba barro, y otra pasaba al niño por la planta. Se hacía tres veces, con una oración de ida y vuelta: ‘Te entrego este niño herniado y me lo vas a devolver sano’. Luego se unía la mimbrera con hilo y barro. Si la planta pegaba, el niño se curaba. Si no, no.”

 

Estos saberes, que hoy podrían parecer arcaicos, eran la única alternativa en aquellos tiempos. Y lo asombroso es que muchas de estas prácticas funcionaban, basadas en la aguda observación, la valiosa experiencia y la fe inquebrantable en el conocimiento transmitido de boca en boca.

 

No solo la Mimbre, sino también el uso de plantas medicinales, emplastos de barro, infusiones de hierbas y masajes terapéuticos formaban parte del día a día en Los Marrubios. Cada vecino guardaba en su memoria algún remedio, y en la comunidad siempre había alguien con la sabiduría necesaria para aliviar un dolor, bajar una fiebre o curar una herida. 

 

Lecciones de una vida de esfuerzo
Hoy, la vida en Los Marrubios ha experimentado una transformación radical. Las carreteras han acortado distancias, las tiendas han reemplazado el trueque, y los médicos están a un simple toque de teléfono. Sin embargo, en la voz de Juanito Caballero resuena una nostalgia serena, una memoria viva de una época donde la vida era más ardua, sí, pero también infinitamente más intensa y significativa.

 

Porque en aquellos días, cada viaje a Ingenio bajo el sol inclemente, cada cochino adquirido a los vendedores ambulantes y cada niño sanado con la delicadeza de la mimbre eran actos de amor y pura supervivencia. No existían atajos, no había soluciones fáciles, solo una comunidad fuerte, unida por la necesidad y por el firme deseo de salir adelante.

 

Los Marrubios, como tantos otros rincones de la isla, atesora las huellas de una generación que aprendió a vivir con lo esencial, a valorar cada esfuerzo y a enfrentar la adversidad con una determinación inquebrantable.

 

Los tiempos han cambiado, sin duda, pero las lecciones del pasado siguen resonando con fuerza en el presente.

 

La historia de Juanito Caballero nos recuerda que la verdadera riqueza no reside en la facilidad con la que obtenemos las cosas, sino en el esfuerzo compartido, la solidaridad inquebrantable y el profundo respeto por los dones que la vida nos ofrece, incluso en sus formas más sencillas. La lejanía de aquellos días no era solo una cuestión de distancia geográfica, sino una prueba de carácter que moldeó a una generación entera.

 

Quizás hoy no tengamos que recorrer largos caminos con un burro cargado de mercancía, ni depender del trueque para subsistir. Pero hay algo que no deberíamos olvidar: cuando las comodidades nos hagan creer que lo tenemos todo, recordemos a aquellos que, con menos, fueron mucho más. Y que aún viven, humildemente, entre cuevas, quesos y recuerdos.

 

Este artículo se basa en conversaciones mantenidas con Juanito Caballero López y sus hijos entre marzo  y abril de 2025. Las fotografías de la casa cueva y la familia han sido cedidas por los propios protagonistas.
 

 

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