El Lunes de Pascua, el de la Resurrección, el de la vida que vence a la muerte, nos deja el fallecimiento (y la vida eterna) del papa Francisco. Estuvo la Semana Santa entregado, haciendo seguramente un sobreesfuerzo e intuyendo, quizá, que su final estaba próximo. De película, un broche de oro a su pontificado, que será recordado con cariño; una muerte no como una casualidad en cuanto al momento acaecido, las casualidades no existen, sino como una prueba más de su compromiso con su comunidad. Marca una época y deja un legado: próximo a los pobres, a los excluidos, defensor de la ecología e impronta de un jesuita que vino desde muy lejos. Y, ante todo, su humildad, su gran humildad.
El papa Francisco tenía un carisma especial. Era un gran comunicador. Llegó a numerosos sectores, próximos o no a la Iglesia católica. Y por eso ahora su fallecimiento es lamentado sobremanera. Su proceder era el de un párroco, aunque justo en un tiempo globalizador que fue conociendo la instantaneidad amén de la revolución digital en los últimos años. Su mensaje, tan sencillo como hondo, profundamente humano, calaba y se expandía con una fuerza encomiable.
Tenía el firme propósito de venir a Canarias. La enfermedad lo impidió. Estuvimos a punto de tenerlo aquí, pues quería conocer el drama humanitario de la migración que asola a muchos puntos del mundo, entre ellos nuestro archipiélago, pegado a la realidad africana. Esperemos que el siguiente pontífice realice la gira canaria.
Cada papa aporta su sensibilidad y modos a la Iglesia católica. Este será recordado por su enorme capacidad comunicadora, un don muy valioso en el ciclo que vivimos. Y sabía comunicar porque llegaba a la gente, al corazón. Su carisma era razón de Dios. Y con eso debemos quedarnos a la vez que la vida prosigue con su entusiasmo intrínseco al que debemos agruparnos. El papa Francisco quiso una Iglesia como hospital de campaña. Y eso implica fraternidad y empatía a las realidades diversas y de los oprimidos. Un hospital de campaña supone trabajo y urgencia, estar apegados al terruño que nos arroje el acontecer. Y siendo sabedores que este jesuita argentino que cautivó al mundo, recalcó la bandera de la justicia social; credo evangélico donde los haya. Sin justicia social, no somos nada. La persona como un átomo se pierde devorada por el egoísmo, el gran capital y la sociedad de consumo. Sigamos su espíritu y ejemplo con alegría en la guía de vida erigida en Jesucristo.

























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