En Canarias tenemos que rescatar a la escritora Nivaria Tejera (1929-2016). Era cubana pero pasó su infancia en Tenerife. Fue en La Laguna donde vivió una niñez marcada por el golpe de Estado franquista, que tuvo preso a su padre. De esa experiencia surge su novela ‘El barranco’. Su padre era tinerfeño pero, una vez salido de la cárcel de los sublevados, retornó a Cuba. Esa obra es la mirada de una niña ante el salvaje militarismo que carcome a los pueblos. Una lectura de referencia en las islas que hasta hace poco ha pasado casi inadvertida.
La vida de Tejera estuvo marcada por las dictaduras: la de Francisco Franco, la de Fulgencio Batista y la de Fidel Castro. Así lo reconoce en otra obra suya: ‘Espero la noche para soñarte, revolución’. Muchos de nosotros no somos conscientes del todo del valor de la democracia, de vivir en democracia, ostentando derechos y libertades constitucionales, porque nos ha venido dado desde el nacimiento. No hemos tenido que pasar, salvo las generaciones mayores que perviven, por el franquismo. Sin democracia, no hay dignidad de las personas. El totalitarismo, del color político que sea, anula.
Esta canaria y cubana respaldó en sus inicios la revolución de los ‘barbudos’ en 1959. Y fue agregada cultural del castrismo en las embajadas de Cuba en París y Roma. Sin embargo, pronto quedó decepcionada con un régimen que tomó la justicia social como artefacto para recambio de un autoritarismo por otro. Las vivencias de Tejera son, en la actualidad, las que muchos padecen en Venezuela. Se distanció de la revolución.
En el tramo final de su vida optó por aislarse en su vivienda en Francia. Como si desconectase del mundo mientras aprovechó la reclusión intimista en sí misma. Su entierro hubo que costearlo con una aportación coral solidaria. Puede que esa fuese su auténtica revolución: el conocer los lados concurso de los demás con anticipo más que suficiente. Y, entonces, preferir su reclusión hogareña como método combativo ante una realidad adversa, ingrata y desagradable donde prima el afán del poder, los engaños y la santificación de lo pueril como forma represiva posterior; que son (a fin de cuentas) las estatuas de los dictadores, algo aparente nimio que, por el contrario, suponen un púlpito público a favor del tirano de turno. Tanto es lo que alberga su novela ‘El barranco’… el contraste de la bondad infantil con un mundo militarizado donde reina el horror que asomó un día del verano de 1936. Ella lo vivió en La Laguna.
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