Autogobierno implica soberanía fiscal o, al menos, acercarse a ella. O, cuando menos, disponer de instrumentos en ese sentido, tal como tenemos hoy en la España autonómica o puede que mayores. La senda que abre Cataluña al alimón del cupo, concierto o como quiera llamarse podría ser extrapolable al resto; al margen de las aportaciones de solidaridad mutuas que requiere una lealtad y cultura federal. En esa línea está Pedro Sánchez y el PSOE, un PSOE que le ha costado horrores emprender esta concepción, con resistencias internas considerables. También en Canarias. Pensemos que hace solo unos años aprobó la activación del 155 y la suspensión de la autonomía catalana, estando Mariano Rajoy en La Moncloa.
La política, la fuerza de la política, consiste en romper situaciones bloqueadas. La política debe hacer lo que el Derecho y la burocracia no pueden ni deben. La política es abrir nuevas ventanas y permitir otras dimensiones. Por su parte, el Derecho (en sus diferentes ramas) consiste en materializar esas realidades que nacen previamente del consenso, la disputa o, en situaciones extremas, el conflicto social, la guerra.
La construcción autonómica de España, su descentralización, ha sido siempre a trompicones. Por eso el Título VIII de la Constitución es sumamente ambiguo. Nadie sabía en la Transición cómo quedaría el mapa autonómico. Y con eso había que jugar. Era una ambigüedad interesada, calculada, necesaria. Y lo es porque la plurinacionalidad forma parte de la Constitución material de España. Ni cuatro décadas mal contadas de dictadura pudieron laminar esa plurinacionalidad, esa pluralidad, esa pulsión de los pueblos periféricos. Principalmente, el vasco y catalán. Pero asimismo el gallego y el canario.
Avanzar o retroceder. Mas avanzar en descentralización es, en el caso de España, sinónimo de hacerlo de este modo. No hay, nunca lo hubo, plan diseñado de antemano desde Madrid. Al contrario, la meseta nunca ha querido dar autogobierno. El autogobierno se conquista, se brega por alcanzar el mismo. Esa es la Historia de España, la de un imperio venido a menos que no cuajó en Estado nación cuando tocaba, siglos XVIII y XIX. No supo o no quiso. Interpretaciones, las que quieran. Pero esa es la herencia que sobrevuela aún hoy. Negarla no es hacerle la gracia al independentismo, es un acto de madurez y congruencia con el devenir político y constitucional que acarreamos. Diversidad territorial, conjugarla, es un acto difícil. Aunque es la única salida en aras de que permanezca un sistema democrático estabilizado. Ocurrió en la Transición, y llama a la puerta, otra vez, ahora. Ese es, al fin, la problemática de fondo a encarar.
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