Uno de los clásicos televisivos en verano es el programa ‘Grand Prix’ de TVE. Uno de los ingredientes de la oferta nocturna de la parrilla donde dos pueblos compiten entre sí, a través de un grupo de representantes del paisanaje, mediante distintas pruebas sucesivas. Fondo tiene poco (aparentemente) y entretenimiento mucho. En realidad, visto desde Canarias, ya puestos, es un espacio muy mesetario, de la España profunda. Pero lo tenemos asociado a los días de calor que ya irrumpen en nuestras agendas con cierta fuerza. Lo que irradia, trasladándolo, es incluso una paradoja de nuestros periplos vitales, que, eso sí, dura todo el año, no solo en el estío. Y se prolonga toda una vida.
Con perspectiva, y sin la gracia y relajo de las noches de julio y agosto, nuestra cotidianeidad es ir superando pruebas que el sino o los demás nos ponen en el camino. Superarlas o no determina tu existencia. Por eso el individualismo, el darwinismo social, es atroz. Nos hace peores. En equipo logramos más y, de paso, nos hace mejores personas.
Pues eso, que las mezquindades de terceros (algunos los hemos apreciado) no solo nos sorprenden sino que suponen puntos de inflexión que nos abaten o doblamos con entereza para proseguir con el camino. Ese es nuestro particular concurso que solo vemos nosotros mismos. Esos son los obstáculos que se erigen ante nosotros y nos apelan a sortearlos. Unos más, otros menos, pero todos tenemos que continuar por esa dicha a ratos que supone la vida. Porque lo que nos queda, al final, son estos ratos de sonrisas compartidas y buenas conversaciones. Lo demás, todo, se disipa. Se nos escapa de las manos.
Las mezquindades y miserias retratan a los que la ejecutan. Y hacen daño momentáneo. Pero denotan sus inseguridades, sus egoísmos, sus celos, su ausencia de valía… el que recurre a estos mecanismos, es un pobre hombre, o una pobre mujer. La diferencia última entre ser buena o mala persona no es cosechar los objetivos que te has planteado, cuestión que por otra parte nadie te asegura, aunque seas rico de cuna, sino la paz de la conciencia. Algo que no cotiza en bolsa pero sí en el corazón. Irte a dormir cada noche con el deber cumplido, sin tener que hacer faenas y trastadas a los que consideras tus competidores, es quizá la única certeza de que vas bien, por la senda correcta. Y es entonces cuando ya no esperas nada, y todo lo que te llega es un regalo y bendición de la transcendencia que nos acompaña y tratamos de dilucidar en el tránsito terrenal.
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