
(La venta ambulante en la Ciudad de Telde).
Debemos hacer un uso esmerado de nuestra memoria para retroceder en el tiempo a los años inmediatos a las postrimería de la II Guerra Mundial. El Telde que vivimos entonces, unos con más suerte que otros, era bien distinto al que hoy se nos presenta.
Ya el poeta calificó a nuestra ciudad como perla perdida en un mar de esmeraldas. La blanca cal se imponía entre el verdor de una Vega Mayor henchida hasta sus límites de un rico y frondoso platanal. Tres barrios, sólo tres, eran realmente importantes en la ciudad: La Zona Fundacional, hoy trocada en San Juan y antes con el privilegio matriz de ser denominada Telde. El Barrio de Santa María La Antigua o San Francisco, siempre recoleto y silencioso. Y el Barrio de Los Llanos, Los Llanos de Jaraquemada o Los Llanos de San Gregorio de vida trepidante y mercantil cuanto más. Todo ésto era lo que hoy daríamos en llamar el Telde Centro. Completándose el municipio con pequeños barrios diseminados por nuestra desigual geografía comarcal: San Antonio del Tabaibal, San Isidro de La Pardilla, El Caracol, La Majadilla, La Primavera, El Calero, Valle de Los Nueve, Lomo Magullo, San José de Las Longueras, Tara, Cendro, Caserones, La Higuera Canaria, La Gavia, San Roque, Jinámar, etc…
A todos éstos lugares y a algunos más, habría que sumar las playas que en su mayoría sólo eran habitadas en la temporada estival, a excepción de La Garita, Melenara, Tufia, Ojos de Garza y Gando pobladas por familias de pescadores (Los populares barqueros), asentados aquí, al principio sólo en los meses que tuvieran “R” (Enero, febrero, marzo, abril y también septiembre, octubre, noviembre y diciembre), pues según la tradición de éstos hombres de la mar eran los más propicios para la pesca.
Con todo este panorama de urbanismo disperso, era del todo necesario abastecer a las gentes, puerta por puerta, por lo que el comercio itinerante se impuso como norma habitual. Primero fueron los mismos vendedores ambulantes los que cargaban con la mayor parte de los productos de su comercio. Andar, paso a paso y con paciencia era la máxima si se quería ganar el cotidiano sustento. Los más aventajados, podían transportar la carga junto a sí en una bestia (Burro o mulo), aunque también los hubo que aprovecharon un viejo camello ya inservible para labores agrícolas necesitadas de una mayor fortaleza. Con el tiempo, las bicicletas y también las motos debidamente adaptadas con un cajón dispuesto sobre el guardabarros de la rueda trasera, hicieron de improvisada tienda. Y ya bien entrado los años sesenta los furgones o furgonetas fueron ocupando el panorama del comercio itinerante.
Fueron muchos los comerciantes que comenzaron así su oficio, que luego se convertirían en dueño de establecimientos fijos, gracias al esfuerzo titánico que durante años mantuvieron con entrega, arrojo y férrea voluntad de progreso. Tal es el caso de don Diego Suárez Florido, el popular y siempre admirado Sochantre. Para el vendedor callejear era una necesidad que se hacía porque no quedaba otro remedio, pero siempre esperanzado en abandonarla, cuando la situación fuera a mejor.
El cronista que esto escribe, tiene en su mente varios ejemplos que ya entonces le causaban admiración. Unos, la mayoría no lograron hacerse con un local y seguir mercando bajo techo, pero quienes lo hicieron fueron ejemplos vivos de superación. Hoy, eufemísticamente, le llamaríamos emprendedores, antes simplemente eran gentes listas y despiertas que con natural inteligencia no sólo querían sobrevivir, sino garantizarse un futuro más halagüeño.
Así, paso a paso y día tras día se hicieron verdaderas fortunas, aunque la mayoría de las veces sólo diera para comer ¡Que no es poco!
Bellas estampas del pasado se amontonan en nuestra mente viendo aquellos burros y mulas cargadas hasta los topes de las más diversas mercancías, desde los aromáticos panes de leña, hasta los salados chochos (altramuces), pasando por los carros amarillos de la heladería Cazorla. En éste último caso un anegado Nicolasito Velázquez, colocaba la venta de los famosos cortados de vainilla o turrón en las puertas mismas de los principales centros de enseñanzas para que una más que nutrida clientela infantil y juvenil se agolpara en su entorno reclamando aquellos bocados de delicias.
Los que fresamos los sesenta y setenta recordaremos fielmente las imágenes imborrables de las mujeres de Melenara, las unas vestidas de negro y las otras cumpliendo promesas al vestir con los hábitos de Santa Rita o de Nuestra Señora del Carmen. Éstas gritaban a plena garganta: ¡Calamale de Melelala! ¡Bocinegro, vieja, sama. Toello, fresquito, cogío esta mañana ar despuntá er Só!
En otro momento y lugar hemos hablado y escrito sobre todos los pormenores del comercio itinerante, ambulante o callejero, queden estas notas como incentivo para despertar el interés del lector en buscar, a través de la propia memoria, la dura existencia de mujeres y hombres que tuvieron en su fortaleza corporal y espiritual la grandeza de su supervivencia.
Chus | Lunes, 10 de Junio de 2024 a las 10:36:55 horas
Quisiera hacerle una sugerencia a Don Antonio María de que escribiera sobre correrías y vivencias de los veranos de Melenara de la chiquillería, recuerdo de que en alguna ocasión, hace años leí algo sobre ello y me traslado a esa época. Muchas gracias.
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