
Un medio de comunicación es, al fin, su capacidad de influencia. Y esta viene predeterminada, por un lado, por el prestigio que atesora diariamente y, por el otro, el alcance y difusión de sus noticias. En realidad, las dos claves se retroalimentan y, en definitiva, erigen el canon de influencia que le distingue. El largo recorrido de poder del periodismo es un tema habitual; nunca pasa de moda. Incluso, encaramado al lado más personal de los que se dedican al oficio o ejercen de editores, pensemos en la película ‘Ciudadano Kane’ (1940), dirigida por Orson Welles. La trama entremezcla el componente humano con la ambición de poder; a través de la última palabra (“Rosebud”) que expresa justo antes de morir su protagonista, el magnate Charles Foster Kane, comienza un viaje de investigación periodística para tratar de averiguar qué significa. Poco a poco, se visualiza eso: que lo humano y el poder a veces conviven pacíficamente y, en otras ocasiones, lo uno devora a lo otro; normalmente el poder agota a la persona, desvirtuando su personalidad.
Lo que distingue al periodismo del resto es su capacidad intelectual. Sin esto los medios se tornan en meras carcasas. Dicho sea en términos coloquiales, es lo que distingue un periódico de una hoja parroquial. Y eso que precisamente la Iglesia católica tampoco vive su mejor época y no atesora el poder de antaño, basado en la persuasión teledirigida desde la elevación del púlpito. La fuerza del poder intelectual reside, primero, en su desenvolver sigiloso que, a modo de sirimiri, revolotea cotidianamente sobre el mundo de las ideas (que es, en bruto, el de la opinión pública) y, segundo, que se aprecia más y se distingue lo intelectual a medida que avanzas en edad. Si el poder de la fuerza se percibe desde la niñez, sea en el hogar o por las fuerzas del orden público, el del universo intelectual asoma del todo con la madurez consolidada, con el reposo dado de los años sumados.
La libertad de prensa es la vitola distintiva por la cual se cuestionan críticamente, jornada tras jornada, las estructuras de poder. O las mantienen tal como están desperdigando discursos de legitimidad, más o menos firmes y sustentados. La pugna de las ideas es un combate netamente político. Lo apasionante de todo ello es que no decae con el avance de las décadas y siglos. Que nada tiene que ver (o poco) con la sostenibilidad del modelo de negocio, tan convulsa desde la irrupción de la revolución digital. Si no es sostenible el medio de comunicación que sea, si el poder estructurado lo precisa, ya buscará la manera de que la cuenta de resultados sea favorable.
Ahora que tan en boga está cómo preservar el periodismo ante la expansión de bulos y la tergiversación de la realidad (la llamada posverdad) como real intoxicación del debate público, no olvidemos tampoco el clásico de la necesidad y empoderamiento de los medios de comunicación que, en puridad, contabilidades al margen, se deben al cosmos de las ideas, a la pujanza intelectual que acrediten.
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