
Ayer se cumplieron diez años del fallecimiento de Adolfo Suárez, aunque para entonces ya llevaba mucho tiempo desaparecido de la vida pública fruto de la enfermedad que padecía. Es asombroso cómo el olvido devora, en ocasiones, a la historia, a la historia de cada uno en sí mismo. Justo cuando asistimos a un gallinero de baja estofa parlamentaria, emerge el recuerdo del piloto de la Transición y es inexcusable detenerse y sopesar; sin ánimo de comparar pues son contextos políticos (y socioeconómicos) muy diferentes.
Durante la Transición no solo hubo confrontación sino incluso violenci
a; sin ir más lejos, los asesinatos de la policía a manifestantes y de la ultraderecha a los abogados de Atocha de Comisiones Obreras en enero de 1977, el momento más delicado e intenso, sin duda, de aquel proceso democratizador. Suárez no fue precisamente un ilustrado o un intelectual (de hecho, fue un estudiante mediocre, sagaz aupándose en cargos sucesivos en la dictadura franquista) que llegó en el instante idóneo para desarmar el régimen desde dentro. Su carisma y el manejo de TVE, la única cadena, hizo el resto.
Una vez hecho, en escaso plazo y con éxito, la misma sorna y dureza que los políticos reciben hoy, él la tuvo que arrostrar en medio de presiones múltiples. No había internet ni redes sociales. Sin embargo, la banca, la Iglesia católica, sus compañeros de partido, el propio Juan Carlos I, un Alfonso Guerra mordaz y sin miramientos desde la bancada de la oposición… hicieron que el presidente del Gobierno fuese consumiéndose poco a poco hasta saborear la ingrata soledad y ofrecer el martirio de su dimisión en enero de 1981 frente al riesgo de un golpe de Estado que ya se olfateaba.
Luego, en los ochenta, intentó liderar un centrismo que no cabe en el drama de las dos Españas. Tanto es así, que a UPyD y Ciudadanos le ocurrió con los años lo mismo que al CDS. Eso sí, con una diferencia: el Suárez del último tramo de UCD y, por supuesto, del CDS giró al centroizquierda. Así finalizó su andadura política: desde el aparato del franquismo transitó a ese discurso social como si fuera (salvando las debidas distancias) una especie de Dionisio Ridruejo, que pasó de falangista de primera hora que compuso parte del ‘Cara al sol’ a la socialdemocracia como convicción hasta su muerte acaecida poco antes de la del general Franco.
No caben nostalgias. Cada época tiene su tablero por encarar. Y la política es siempre la disputa del poder que, en fin, deviene de la confrontación ideológica. Aunque, evidentemente, en la Transición no estaba tan profesionalizada, la ideología vivía en los partidos y, con dosis de ilusión, se creía en un futuro mejor. No era el charco enfangado que se respira en la actualidad.

























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