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Sábado, 11 de Octubre de 2025

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Caminando hacia la desmemoria (LIII)

Historia del cinematógrafo en Telde (III)

Crónica de Antonio María González Padrón, licenciado en Geografía e Historia

ANTONIO MARÍA GONZÁLEZ PADRÓN Jueves, 16 de Noviembre de 2023 Tiempo de lectura: Actualizada Jueves, 16 de Noviembre de 2023 a las 19:47:46 horas

Tres, dos, uno... Cámara ¡acción!

Historia del cinematógrafo en la Ciudad de Telde  y su comarca. (Versión corregida y aumentada, tercera parte)

Don Diego Silva Ruiz y don Antonio Santos Falcón fueron los primeros propietarios de un gran cine situado en la calle Congreso nº 5. Nos referimos al Cine Atlántico, que con los años y en aras de una modernidad mal entendida, lo convirtieron en Cine Atlanty. Más tarde, tuvo otros propietarios. Entre ellos se encontraban don Antonio Betancor González, don Jesús Rodríguez Doreste y don Lucas Suárez Santana.

 

Poseía un aforo de 456 butacas repartidas entre patio, anfiteatro y d[Img #1000600]os palcos, lo que le daba una estética diferente a cualquier otro, que hubiese por entonces, en la ciudad. Unas gruesas y doradas yeserías simulaban, en torno al escenario y en sus techos, a los mejores liceos capitalinos. Una suerte de placas, pintadas a la manera de jaspes y mármoles, cubrían el resto de los paramentos. En un primer momento, todos sus asientos eran de madera, como en otros tantos cines teldenses, pero con el tiempo, éstos por ruidosos, fueron sustituidos por otros mucho más acordes con las exigencias de la clientela. Inaugurado el 12 de octubre de 1955, Día de la Raza, hoy de la Hispanidad, con la película El hombre tranquilo, protagonizada por John Wayne, que resultó un clamoroso éxito. Permaneció abierto hasta el 30 de junio de 1987, aunque en verdad, su cierre definitivo, con derribo posterior incluido, fue el 7 de noviembre de 1991. En sus inicios, se cobraba tres pesetas por entrada de adultos y dos a los niños. Cientos de películas fueron proyectadas en una pantalla de gran formato. En ella tuvimos la ocasión de ver Quo vadis, El padrecito, Sol rojo, King Kong, El valle de los héroes, El juramento del Corsario Negro, El Álamo, Los hijos no se venden, esta última un dramón mexicano, muy del gusto de las madres de la época. Mención aparte merece la película italiana Arroz amargo, que fue prohibida por el señor cura párroco, por lo que él juzgaba cúmulo de despropósitos inmorales. En sus años finales, década de los 80, cuando la moda del destape se hizo patente en nuestras pantallas, este cine tuvo que adaptarse a los nuevos tiempos y a las exigencias del mercado.

 

Hasta ahora todas las salas de proyección cinematográfica a las que hemos hecho alusión se encontraban en los límites propios de la ciudad. Sólo una en el distrito de San Juan, en las inmediaciones de la zona fundacional, y el resto en el mercantil distrito de los Llanos de San Gregorio. Ahora vamos a detenernos en otra establecida en el barrio de El Calero, creada por don Manuel Alonso Santana, más conocido popularmente como Manuel Barrera, principios de los años sesenta o finales de los cincuenta, ya que sobre este punto la documentación que hemos encontrado no es del todo precisa. Esta sala llevó el pomposo nombre de Imperial Cinema o Cine Imperial, que de ambas maneras lo hemos visto consignado. Después de su primer propietario, pasaría a manos del gran empresario de origen tirajanero, afincado en Telde, don Antonio Santos Falcón. Se encontraba dicho establecimiento en la calle Esteban Navarro Sánchez, nº 4, siendo 350 los espectadores que, en un lleno total, cabían en él. En ese caso, algunos privilegiados podían seguir la película desde un pequeño palco situado junto al lugar en donde estaba instalada la máquina de proyección. En 1965 eran diez las pesetas que valía su entrada, siempre que ésta fuera para adulto. En el caso de que fueran niños sólo un duro o, lo que es lo mismo, cinco pesetas bastaban.

 

Por su situación en las afueras de la ciudad, en un barrio eminentemente obrero, con gran parte de la población trabajando en la construcción y la agricultura, sólo abría sus puertas los días laborables a las 10 de la noche. Los días festivos y los domingos a las 15.00 horas para la chiquillería, y a las 18.00 horas y a las 21.00 horas para mozalbetes y adultos. Aquí se pudo ver desde Dactary hasta Los Diez Mandamientos, pasando por Ben Hur, casi todos los espagueti westerns de Almería y muchísimas otras películas que hicieron de éste un negocio altamente rentable en sus primeros años. Después, la competencia de los circuitos capitalinos de distribución lo fue acogotando hasta asfixiarlo, comercialmente hablando. Su final estaba cantado y, aunque esto costó un serio disgusto a don Manuel Barrera, al final, lo convirtió en una importante tienda de ultramarinos.

 

Tal vez fue el ya varias veces mentado don Manuel, el empresario cinematográfico más genuinamente peculiar de cuantos existían en nuestro municipio. Su larga melena, su bien poblado y longo mostacho, su estómago prominente y su holgada vestimenta rematada con guayabera y pantalón corto, hacían de él un personaje singular.

 

Tres espectáculos cinematográficos se dieron cita con cierta asiduidad; uno, en el pago teldense de Jinámar; el segundo, junto a la iglesia del Santo Cura de Ars, en Las Clavellinas, cuando no en las arenas de Las Salinetas y el tercero, en la popular playa de Ojos de Garza. En el primero de los casos, y como no podía ser de otra manera, el local llevó el nombre de Cine Jinámar, siendo su único propietario, desde sus inicios en 1950, aproximadamente, hasta 1975, año en que cerró definitivamente, don Jacinto Valido Hernández, quien ubicara su negocio en la carretera general de Jinámar nº 22. Provisto de una máquina proyectora Gaumont, el aforo de la sala era de 120 espectadores. Los días laborales tenía dos funciones: a las 19.30 horas y a las 21.30 horas; y los festivos tres: 1700 horas, 19.30 horas y 21.30 horas.

 

Antes de convertirse en cine, era un local sin techo. Se trataba de una sociedad de recreo en donde se realizaban bailes y alguna que otra obra de teatro. La condición de espacio a cielo abierto obligaba, en un primer momento, a proyectar las películas de noche, para que hubiese suficiente oscuridad. Durante los años en que fue lugar de esparcimiento público, se contrataron numerosos artistas del mundo del espectáculo y de la animación que hacían las delicias de los vecinos, tan necesitados por entonces de entretenimiento, tras las arduas jornadas de trabajo en los almacenes de empaquetado y campos limítrofes. Empleados de este establecimiento fueron Rosello, Juan Ramírez, Pepe y Braulio, según nos señaló la señora del propietario. Las películas habituales eran El Gordo y el Flaco, Tarzán, las de por sí famosas y recurrentes del Oeste, las de Joselito, Marisol, Rocío Durcal, Sara Montiel, Carmen Sevilla, Pepe Isbert, Alfredo Landa, José Luis López Vázquez, Rafaela Aparicio, Fernando Esteso, Andrés Pajares, los Ozores, Martínez Soria, Gracita Morales, etc.

 

A cada momento se partía la cinta, muy usada, y por lo tanto deteriorada y aparecía en pantalla la reproducción de una filmina que decía: Cambio de rollo, disculpen las molestias. Nada más lejano de la realidad, la gente no disculpaba nada. Discutían, increpaban al técnico proyectista, haciendo toda clase de ruidos y, a veces, dañando el mobiliario. La solución era bien simple: se abrían las puertas y se pedía que salieran a la calle a desahogarse y, después, algo más relajados, volvían a entrar cuando ya estaba arreglado el entuerto.

 

A mitad de los años cincuenta, un grupo de veraneantes de Taliarte, Melenara, Las Clavellinas y Las Salinetas se unieron para concluir la iglesia parroquial del Santo Cura de Ars y Nuestra Señora del Carmen. El solar inicial, así como el de futuras ampliaciones, y la plaza aledaña fueron entregados de forma altruista por la familia Gómez, dueña de grandes extensiones de terreno cultivable en la zona. El cura párroco de entonces era don Santiago Pérez Mesa, de gratísima memoria entre los lugareños, conocido por el cura de la Vespa, ya que era el único que, en esos momentos, con sotana y todo, viajaba en dicho artilugio, estampa cotidiana que se desarrollaba entre la iglesia de Los Llanos y su hijuela de la playa. Doña Dolores Álvarez Jiménez y sus hermanas, doña Rafaela y doña Juana Teresa, más algunos parientes cercanos y el inigualable don Artemio Alonso Álvarez se decidieron a crear todos los eventos necesarios para recaudar fondos a fin de concluir las ya demoradas, en demasía, obras eclesiásticas. Así, alquilando a veces algún que otro proyector y, otras, con proyectores de uso doméstico, se realizaron múltiples sesiones al aire libre, utilizando la blanca pared de la iglesia como telón. Cuando esto no era posible, se trasladaba el tinglado a la playa de Las Salinetas, delante mismo de la casa de la anteriormente mentada doña Dolores Álvarez. Allí, se instalaban dos maderos en forma de poste y, entre ambos, una gran sábana o lienzo alba que hacía de pantalla. Aquí se veían películas cómicas a porrillo, alguna que otra vaquera, con tantos cortes que había que ser muy avispado para poder seguir el guion, pero también se exponían públicamente cortos realizados con motivo de algún viaje familiar, fiestas de cumpleaños, estreno de alguna lancha fueraborda o una demostración de patinaje acuático protagonizada por María Luisa Alonso Gens y su hermano Domingo, a los que popularmente se les conocía como Chicha y Chicho. Los comentarios sobre los improvisados protagonistas, las risas, el descubrir quiénes eran unos y otros, unido a las piñas asadas, las roscas, etc., hacían que todos los presentes formáramos una gran familia. Los asientos, si por ello se entiende la blanda y cómoda arena, el duro e incómodo muro, el peor picón o alguna que otra silla y sillón, sacados del interior de las casas a las terrazas cercanas, daban un aire de anarquía jarabandina que se afianzaba mucho más cuando empezaban a salir los almohadones, los cojines, los ponchos, las mantas, las rebecas, etc.

 

También fue usual la interrupción de las proyecciones para pases de modelos, por supuesto solamente de moda femenina, ya que las niñas fueron siempre más osadas que los niños para estos menesteres. Yo recuerdo a una rubia de siete años vestida con traje de faralaes, rojo y de lunares blancos que, a esa corta edad, robaba los corazones de toda la chiquillería, pues era la más parecida, aunque muy mejorada, todo hay que decirlo, a nuestra actriz malagueña Marisol.

 

Sabina canta aquello de: Noches de bohemia y pasión, nosotros terminábamos cantando: ¡Ay, Pancho, Pancho, contigo me marcho por el camino de Santa Fe!. Y para los muy melancólicos siempre estaban La Perla o Noches de Arguineguín, de Néstor Álamo.

 

El Cine de Ojos de Garza fue una gentileza más de don Antonio Santos Falcón, que en su afán de entretener a sus conciudadanos no sólo mantuvo abiertas varias salas a lo largo y ancho de la ciudad de Telde, sino que también llevó hasta un almacén de tomates, ubicado no muy lejos de esa playa, un proyector para que los veraneantes pudieran gozar del cinema.

 

El Barrio de Los Llanos fue, con mucho, el centro neurálgico de la diversión teldense. El carácter de sus gentes y la iniciativa privada fueron el acicate necesario para la apertura de numerosos centros de recreo, desde las cafeterías, pasando por los bares, alguna que otra casa de comida o pequeño restaurante, hasta las salas de baile, las discotecas, los cines, etc. La Fraternidad, El Jardín Chino, Old Car, Cafetería Pepita, Bar los Tres Hermanos, Bar Herrera, Cafetería Bar Facio, Cafetería Buenaventura, Discoteca Macro, junto a la Orquesta Falcón, Full Stop y Los Diabólicos, entre otros tantos, hicieron de la tarde noche de ese comercial barrio unas jornadas trepidantes.

 

La Iglesia Católica, tan vinculada al movimiento asociativo juvenil a través de la labor de los párrocos del lugar y a las hijas de María Auxiliadora, que regentaban, desde finales de los años cuarenta, un colegio para niños y niñas, canalizó a través de los Cruzados, Acción Católica, las Juventudes de Don Bosco y los Boy Scouts la actividad cultural y de ocio de cientos de teldenses. No podemos olvidar a la Organización Juvenil Española, más conocida por sus siglas, la O.J.E., que, aunque dependía de Falange y de la Secretaría Local del Movimiento, también desarrolló una gran labor, tanto en las propuestas anteriormente descritas, como en el deporte.

 

En 1961, en noviembre, llegaba a la iglesia de San Gregorio Taumaturgo un joven sacerdote dispuesto a dinamizar sobremanera todas las actividades catequéticas, pero también las socioculturales. Nos referimos a don José Díaz Alemán, quien, en la primavera del año siguiente, tuvo la valentía de crear el primer Cine Parroquial de toda la ciudad. En una transversal de la calle Francisco González Díaz o en el primer callejón que se abría en el costado derecho de dicha rúa, a la entrada a la misma desde Juan Diego de La Fuente, había un gran almacén, con el techo de planchas de uralita y cinc. Allí se dispusieron bancos y sillas de tijera en cantidad suficiente para servir de asientos a 250 personas aproximadamente. Con un proyector pequeño, y algo destartalado, y con una pantalla de muselina, unida por tres o cuatro gruesas costuras verticales, se colmaron las fantasías infantiles y juveniles de muchos. La mayoría de ellos, hijos de la clase obrera. Algunos entraban completamente gratis, gracias a la extrema generosidad de Juanita López y Mercedita Umpiérrez, verdaderas hadas madrinas de los niños del lugar; otros, pagábamos medio duro y con eso era más que suficiente.

 

Las películas, mudas las unas y de deficiente sonido las otras, pero todas ellas en blanco y negro, permitían dos horas de jolgorio y relax. A los pies de la sala, a la que se accedía directamente desde la calle, había una discreta y bien avituallada cantina, en donde se podía conseguir refrescos y golosinas.

 

Créanme, fue tan importante la labor social de este Cine Parroquial o del Cura, como también se le llamó, clausurado a finales de los años ochenta, que sólo por ello debía tener una calle en nuestro municipio su creador. Y esto no fue sino una muestra de una gran labor sacerdotal, a la que hay que sumar la creación de otros templos parroquiales, la guardería infantil de Lomo de Cementerio o otras tantas realidades palpables.

 

Debido también a la iniciativa de don Antonio Santos Falcón, esta vez en sociedad con don Juan Rodríguez Jiménez, se creó en 1961 el Cine Capri, en la calle Obispo Verdugo, antigua carretera del Caracol, junto a la Planta de la Luz. Su aforo aproximado era de 560 espectadores, aunque en actos importantes podía aumentar hasta casi el millar. Poseía dos máquinas; una, Hispania Americana; y otra, Wassman. Al inicio de su vida, como sala de proyección, los adultos pagaban ocho pesetas por la entrada, y los niños un cincuenta por ciento menos, es decir, sólo cuatro pesetas. Ya en 1965, quince pesetas y, en 1975, diecisiete pesetas. Los días laborables contaba con dos funciones; una, a las 19.30 horas; y otra, a las 22.00 horas. Los domingos comenzaban un poco antes, a las 15.00 horas, para proseguir a las 17.00 horas, a las 19.00 horas y a las 22.00 horas. Los días festivos o de fiesta de guardar, como se decía en el argot propio del nacional catolicismo, tenían su primera proyección algo más tarde, a las 17.00 horas; a las 19.00 horas, la segunda, terminando con una tercera a las 22.00 horas. Cada martes tenía sección fémina, con el pase de dos películas por el precio de una. Al pasar de los años, otros propietarios tomaron las riendas de este cine. Nos referimos a don Víctor Quirós de Bernando, que, a su vez, era también dueño del Cine Teatro del Puerto y del San Roque, y a don José Ramón Suárez León. La aparición del Cine Capri supuso un renovado impulso a esa industria en Telde, pues, por aquellas fechas los cines existentes no estaban pasando por su mejor momento, por lo menos desde el punto de vista estético, ya que no se habían renovado desde sus inicios y las comodidades aportadas por las salas eran más bien escasas. El Capri, con sus butacas anatómicas, su pronunciado desnivel, etc., daban al espectador la sensación de estar en un cinematógrafo capitalino.

 

A principios de los años ochenta, durante una de las proyecciones de la tarde-noche se desató una fuerte tormenta que dejaba atónitos a todos los presentes al sentir el golpear insistente de las gruesas gotas de agua sobre el techo del local. De pronto, como si fuese un efecto más de la película, parte del techo se levantó y otra cayó. El estruendo fue pavoroso, pero, gracias a Dios, no había muchos espectadores y no hubo que lamentar ningún herido. Los comentarios fueron de corrillo en corrillo por todos los mentideros de la ciudad; para unos, se había caído toda la techumbre; para otros, el edificio entero. Sólo los que habíamos estado en el lugar pudimos comprobar que se trataba de un trozo.

 

Hay personajes que se te quedan grabados en la memoria. Y tal es el caso del taquillero o vendedor de entradas del Cine Capri, pues siempre preguntaba con educación y prontitud cuántas querías y, al no estar éstas numeradas, te decía con todo el cariño del mundo: Mi niño, ponte pronto en la fila si quieres coger un asiento que valga la pena. No sé si lo hacía con todos o conmigo solamente porque conocía a mi padre, pero a mí siempre me pareció digno de un caballero. A este señor aún hoy me lo encuentro tomando sus baños en las aguas de Las Salinetas, a donde llega en un coche que podíamos clasificar ya de época. Quiero dejar constancia aquí de su buen quehacer y profesionalidad. Él no es otro que don Juan Rodríguez Jiménez, del que ya dijimos anteriormente que estableció sociedad con don Antonio Santos.

 

El mayor cine de Telde fue, sin duda alguna, El Arauz, establecido en la calle Ramón y Cajal, nº 47. Contaba con 624 butacas, debidamente tapizadas, y, en su interior, planchas de espuma plástica, lo que supuso un acierto extraordinario y la mejor propaganda con la que podía contar una sala de proyección. ¡Mi niña, aquí sí que se viene a descansar!, expresión cotidiana entre las cansadas amas de casa que allí acudían para el solaz y el entretenimiento. Su dueño fue don Francisco Artiles Rodríguez, pasando más tarde a sus seis hijos y herederos. Dos funciones los días laborables, que se convertían en cuatro los días festivos, y así por espacio de 23 largos años, desde que se inaugurara el 17 de julio de 1966, hasta su clausura definitiva, en 1989. Su gran aforo, sus magníficas instalaciones, su óptima acústica e iluminación le permitieron convertirse en teatro, representándose numerosas obras de las artes de Talía y Euterpe, ya que, llegada la festividad del Santo Patrono San Gregorio Taumaturgo, se pusieron en escena obras tragicómicas muy aplaudidas, así como conciertos de música popular y clásica, con actuaciones estelares de Pepe Castellano Pepe Monagas, o nuestro admirado José Vélez, quien visitara dichas tablas en repetidas ocasiones, con éxitos clamorosos.

 

Desde El halcón y la presa, de Lee Van Cleef y Tomas Millán, hasta Días de amor y venganza, pasando por La chica del Molino Rojo hasta El último tango en París, de María Scheneider y Marlon Brando, todo se pudo ver en este recinto privilegiado.

 

En noviembre de 1969, coincidiendo con las Fiestas de San Gregorio Taumaturgo, inauguró don Diego Silva Ruiz, experimentado empresario cinematográfico teldense su Silva Cinema, con 600 butacas, especialmente concebidas para que el confort fuera su denominador común. Situado en la calle Barbería nº 11, de la, por entonces, nueva urbanización de Juan Mayor, vino a completar el panorama de dicha industria en la comarca. Poseía dos máquinas de proyección: Queloni S. A. Modelo Galaxy 95 - Horizontal Xeno Serie 3119 y Serie 3120. En 1992 se cobraba por su entrada doscientas pesetas o, lo que es lo mismo, cuarenta duros. El horario de sus proyecciones era el mismo que el de los otros cines teldenses, aunque carecía de sección fémina.

 

Debemos reseñar que las máquinas de proyección de este cine se encuentran hoy en la Casa de la Cultura a buen resguardo, loable iniciativa de don Diego Silva, que deseó siempre conservar la magia del cine entre sus conciudadanos.

 

El Silva Cinema resistió victorioso varios años al declive de ese negocio en la ciudad y hasta tuvo que cambiar de nombre, llamándose Ateneo Cinema. Víctima del tiempo y del mercado, invadido entonces por las películas de los videoclubes y la popularización de la televisión en color, no pudo resistir por más tiempo y cerró sus puertas en diciembre de 1992. Con él perdimos gran parte de nuestra memoria colectiva o, lo que es lo mismo, nuestra historia. Sólo unos pocos fuimos conscientes de lo que ya no se iba a reflejar más en su pantalla. La cultura cinematográfica de una ciudad, que por espacio de cinco décadas había visto nacer y crecer esta industria del espectáculo, irremediablemente asistía a su jaque mate. Después corrieron ríos de tinta reclamando nuevos cines, destacando los artículos publicados en La Provincia el 21 de marzo de 1993 por el periodista teldense Pedro Hernández, titulado Un final nada cinematográfico, que venía a ser acta notarial de una realidad tan dura como poco deseada.

 

Esta historia del cinematógrafo en la ciudad de Telde y su comarca es el fruto de una investigación que sólo hemos iniciado. Pero no podíamos refrenar nuestro impulso de darla a conocer, aunque seguramente habrá segundas y terceras partes, en donde explicaremos con mayor detenimiento otros aspectos del cine en Telde, como son los cortos y largos que se filmaron en nuestro municipio, quiénes fueron sus productores, directores, guionistas, actores, músicos, extras, decoradores, etc. Con este deseo concluimos el presente trabajo.

Para nuestra desgracia como ciudadanos de a pie, durante mucho tiempo sucedió que, si los teldenses hubiéramos querido ver cine, nos tendríamos que haber trasladado a Las Palmas de Gran Canaria o a Vecindario. Ahora bien, ya hace unos lustros que, en la costa teldense de Jinámar, existen unas salas de proyección cinematográfica de primer orden, dentro del complejo comercial de Las Terrazas.

Seguiremos soñando con la reapertura del multicines de Los Llanos, sitos en la calle Roque. Éstos, que fueron inaugurados con toda pompa y platillos, sólo permanecieron abiertos un corto periodo de tiempo.

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