El árbol, enfermo, débil e incapaz de recuperar su arbórea fortaleza que antaño le diera vida, agarrado por sanas raíces a la tierra primera que acogió su especie, repartiendo bajo su escultural naturaleza viva, sombra, color, sonoros susurros de animados espíritus que anidaron entre su espesa osamenta de madera y hojas que alegrando el ambiente invitaban a observar la pincelada verde que en simbiosis con el entorno la imagen de este rincón enriquecía el histórico espacio urbano de la Plaza de San Juan de Telde.
El laurel de Indias cae abatido, envejecido por el tiempo, achaques y males contraídos, unos ya tratados, otros aceleran su fin, sin que sus raíces puedan soportar el ya decrépito peso del hermoso ejemplar que fue durante años junto a sus hermanos cercanos, botánicos iconos del entorno patrimonial que formaron y aún forman parte, leyenda, poesía y memoria de este bello rincón de la ciudad de los faycanes.
Hoy en la esquina de la que fuera poética alameda no hay sombra, sobre el parterre vacío no se oyen los ecos del viento pulular por la copa del laurel, no hay palomas, tórtolas y el mirlo huidizo, han perdido su escondite y donde anidar, una ausencia de arrullos y zureos llena el espacio. La torre del reloj del templo basilical de San Juan, desde la plaza, asoma libre, erguida y desnuda apuntando al cielo, sin las densas ramas de la tupida copa del laurel caído.
En su conjunto escenarios amigos de la propia esencia y testigos mudos del devenir de sus gentes que bajo sus diferentes naturalezas, torres y árboles, deslizaron sus pasos por el acontecer diario, y sobre la pétrea forma o la áspera corteza del robusto torso dejaron deslizar una caricia con la misma sensibilidad de quien sabe que pertenecemos al mismo mundo que habitamos.
El insigne poeta teldense Fernando González Rodríguez (Telde, Gran Canaria, 1901 - Valencia, 1972), nacido no lejos de este marco y noticia que es el entorno de la Plaza de San Juan, ya sentía desde su infancia el latido de sus pasos por estos rincones de un siglo XX que iniciaba su camino por esta antigua ciudad, y escribía:
Las piedras de esta calle / se sabían mi nombre de memoria, / de tanto que mi madre me llamaba / en los años primeros, / cuando yo de la casa me salía / sembrando la inquietud dentro de casa. /
Y ante la desgracia de los laureles tumbados por la violencia del huracán, escribe el poema, Elegía de los laureles, que dedica a Luis Doreste.
Laureles de la Alameda / rendidos a la violencia del indomable huracán, / primogénitos augustos de la espléndida arboleda, el recuerdo sólo queda / ya de vosotros, laureles de la plaza de San Juan. / … Erais la alegría máxima de la Alameda florida / Erais el orgullo nuestro y el honor de nuestra raza. / ¡Cuando en la guerra del tiempo quedó la ciudad vencida, erais un resto guerrero que custodiaba la plaza! (versos del poema).
Los restos fragmentados de nuestro actual laurel de indias esparcidos por el suelo de la plaza han retirado con premura, es devuelto al recuerdo como ser vivo que completó su camino vital, con él se va una historia, un relato, un ficus, un árbol y un poema.
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