
Al recorrer una y otra vez las angostas y empinadas calles del barrio conventual de San Francisco de la ciudad de Telde, podemos percibir la perenne quietud de su historia. Cada guijarro en función de improvisado adoquín, canta los nombres de sus calles: Portería, Carreñas, Altozano, Trescasa, Altillo, Travieso, Huerta, la Fuente, Fray Juan de Matos, Carlos E. Navarro, Inés Chimida o Nueva, San Francisco, Santa María, Montañeta, Bailadero o Bailadero, San Sebastián.
Las plazas se abren acogedoras en cualquier rincón o explanada. Son plazas domésticas, pequeñas, coquetas,
que pasan de la paz y el sosiego al bullicio de los niños en un abrir y cerrar de ojos: Plaza de La Fuente, Plazoleta del Árbol Bonito, Plaza del Convento, Plaza de los Romeros. Si ellas pudieran contar todo lo pasado, si pudieran decirnos muy bajito las leyendas de sus gentes: juegos infantiles, sueños de juventud, lágrimas de vejez...
Ser poeta en San Francisco es casi una necesidad vital, nos comentó un buen amigo hace unos diez años. Ser hacedor de historia es un compromiso, le contestamos nosotros. De San Francisco se ha dicho casi todo, pero estamos convencidos de que aún hoy falta mucho por decir.
Recalar en la historia de este núcleo poblacional es algo necesario para cualquier ciudadano teldense que se precie de tal. Amar sus blancas tapias y sus diamantinas almenas es concienciarse de valores eternos. Meditar al socaire de su iglesia es una experiencia mágica que no se puede olvidar jamás.
Al visitar algunos lugares cargados de historia: Catedral de Sigüenza, Burgos, Segovia, hemos sentido pánico ante lo magnificente, nos hemos creído empequeñecidos por la sola presencia del pasado. En San Francisco ésto no sucede; su cielo azul o plomo, su red arterial y su arquitectura hechas con dimensiones propias de la sabiduría doméstica, nos acogen con inesperada bondad y nos transportan a la cúspide de unas de sus palmeras para mecernos al viento. San Francisco es tan nuestro que egoísta pudiera parecer no ofrecerlo como Patrimonio de la Humanidad. Al tocar rítmicamente nuestras manos la tea de sus portones se desprenden voces que cuentan y cuentan sin acabar jamás.
Hace más de seiscientos años todos estos parajes eran un pequeño, pero a la vez esbelto promontorio de cascajo y malpaís, en donde la lava y el picón quedaron depositados tras un cataclismo volcánico. Si en la superficie el retorcimiento del magma volcánico hacía estéril gran parte de la tierra, en el subsuelo, en las entrañas mismas de esta atalaya, túneles volcánicos servían de acequias del más cristalino líquido y vertían en las hoyas cercanas el agua en generosas fuentes.
Abierto al nordeste, las gentes del Telde aborigen vivían en las cuevas del Baladero, y en una terraza de toba realizaban hoyos o cazoletas intercomunicadas con finos canalillos, tal vez, para libaciones o ritos mágico-religiosos. Señala el cantor del pasado, el cronista Hernández Benítez que era costumbre entre los canarios aborígenes que llegado el mes de junio se separa el ganado, dejando las hembras a un lado y las crías o baifos a otro. Así las unas y los otros balaban todo el día y la noche, y el dios Acorán se apiadaba de la isla mandándole lluvias benefactoras.
Tanto nuestro investigador local como el comisario Jiménez Sánchez, trabajaron incansablemente por sacar del anonimato este centro arqueológico, que en aquel entonces sólo era conocido por El bailadero de las brujas, pues según contaban los más ancianos del lugar, ellos habían presenciado en las noches claras de luna llena como se acercaban hasta sus inmediaciones varias mujeres con aspectos de hijas de Satán y, llegando frente a las cuevas, se ponían a danzar en frenético y lujurioso aquelarre ante la presencia del macho cabrío. ¿Leyenda o realidad? Lo cierto es que así se llamó en siglos pasados.
Pero antes de que trocara su nombre, es señalado por Antonio Rumeu de Armas como posible lugar en donde se asentara el Obispado de Telde, primero de Las Canarias, creado por bula papal el 7 de Noviembre de 1351. Comenta Rumeu que pudo ser en el Bailadero, en una de sus grandes cuevas en donde el carmelita Fray Bernardo, obispo, tuviese su primera catedral teldense.
Se da como cierta la fecha del 24 de junio de 1483 como la fundacional del fortín defensivo de San Juan y también como día en que se establecieron en la feraz campiña de la Vega Mayor, Pedro Santi-Esteban y Ordoño Bermúdez junto a otros caballeros de la Real Hermandad de Caballería de Andalucía, tal como dejó dicho Tomás Marín y Cubas.
La ciudad de Telde tuvo casi simultáneamente tres núcleos fundacionales. Si bien San Juan, llano y fértil, se convirtió en morada de los señores o caballeros andaluces, el altozano o promontorio de Santa María de La Antigua fue el lugar entregado a artesanos y demás hombres, que aun siendo libres no tenían gran fortuna, y dependían para vivir de los trabajos que realizaban a los señores de San Juan. Hay que sospechar, que algún cristiano nuevo de ascendencia morisca o judaica construyera aquí su casa. Lo cierto es que, en un breve estudio de su trama urbana y arquitectónica podemos defender la tesis antes reseñada; toda vez que las calles se diseñaron sin grandes movimientos de tierra, adaptándose a la morfología del terreno; de ahí sus formas serpenteantes y lo angosto de sus trazados, si tomamos cualquiera de ellas y la comparamos con algunas de San Juan como las calles Conde de la Vega Grande, de la Cruz, Real, etc. Las vías de Santa María de La Antigua se nos presentan mucho más primitivas y modestas. Mas, si las casas reflejan el poder adquisitivo de sus propietarios, estas son temporum et gentium testes, dicho en romance: testigos de las gentes y del tiempo en que se edificaron.
Casas que se adscriben a la tipología mudéjar en cuanto al material empleado (barro y piedra) y también en las trazas, en donde el blanqueo de los muros, la azotea y los tejados a dos aguas se entremezclan en un ritmo constructivo de gran armonía. Cree la Dra. doña Carmen Fraga González que la deuda de nuestros alarifes es grande con la Baja Andalucía y esto es tan cierto, como que el Barrio Conventual de Santa María es el valedor más constante de esta tesis. En todo el barrio está presente el equilibrio entre la calle y el solar primitivo, y entre éste y el edificio resultante. Por eso es primordial el saber combinar los volúmenes ya que éstos no deben sobrepasar jamás los límites de lo doméstico, como lo defiende el Dr. Fernando Gabriel Martín, el cual deja reseñado en su obra La Arquitectura Doméstica en Canarias que San Francisco, Teguise y La Laguna son tal vez lo mejor de nuestra arquitectura doméstica.
Algunos pensarán que también hay casas nobles o de aspecto y lectura más grandilocuente como la casa de doña Dolores Sall y la casa de las señoritas Amador. Debemos advertir que en el caso de la propiedad Sall, primitivamente, fue una vivienda terrera, es decir, de una sola planta y después, concretamente entre los años 1800-1830, se le aumentó en altura para dejar paso a un piano nobile, además de adjuntarle otras dependencias con techumbre de terraza o azotea, todo ello intercomunicado por corredor-pasillo soportado sobre pies derechos. Si a esta rápida descripción le uniéramos la de una pequeña vivienda para guardas de dos pisos y tejado y más tres entradas adinteladas: una, abierta a la calle Portería de marcado estilo historicista; otra, dando hacia la Montañeta, sin filiación dado su escaso valor; y una tercera, coronada de bello frontón neoclásico con escalera que asciende desde la calle Altozano, daríamos por concluida la descripción de la misma. Pero con todo, puede ser este conjunto arquitectónico claro exponente de la casa estival de recreo. Lo más bello está en su jardín romántico, en donde los árboles frutales se entremezclan con las aromáticas enredaderas, las multicolores buganvillas y las espigadas cañas de bambú. En el segundo ejemplo de casa-mansión que hemos denominado de la familia Amador todo hace sospechar que existió otra estructura diferente a la actual.
Sabemos por transmisión oral que sus antiguos dueños realizaron obras en las azoteas para darles mayor consistencia y también aumentaron la fachada este, con cocina y garaje. El divorcio entre los frontis oeste-sur y el del lado este es notorio. Conserva un zaguán con cancela de cristales multicolores y una bella galería sobre patio central interior muy interesante.
Otra tercera edificación, a veces no vista por los múltiples estudiosos de la arquitectura doméstica, es la llamada Casa-Cuartel o Casa de la Guardia Civil por haber estado sus dependencias utilizadas para tal fin hasta la mitad de los años sesenta de este siglo. El pueblo la conoció en todo el siglo pasado y parte del presente como la Casa del Pino, pues según dice el Dr. Hernández Benítez, corría de boca en boca entre las gentes del lugar, que su dueño afirmaba haber hecho toda la carpintería con la madera que extrajo de un solo ejemplar de pino canariensis que trajo del barranco de Las Tirajanas.
El resto de los edificios domésticos del barrio de San Francisco siguen una estructura muy simple: entrada porticada bajo portalón almenado una o tres veces y sobre la almena central una cruz de madera, tras ella un recoleto patio. También pueden apreciarse las casas en donde el zaguán deja pasar directamente al interior, o aún más sencilla, en donde la puerta de la calle da directamente a las habitaciones principales de la vivienda. El empleo de la cantería es escaso y sólo se observa en esquinas o arcos-dinteles de puertas y ventanas. Existen dos bellos ejemplos de arcos góticos: uno de la casa de los Medina, en la calle San Francisco junto a la plaza del mismo nombre, y otro en el interior del jardín-huerta de los señores Rohner-Bañares en la plaza de los Romeros, junto a la iglesia conventual. Así como el primero de ellos es ligeramente apuntado y de factura muy sencilla, el segundo (casa Rohner-Bañares) es un soberbio ejemplo de las labores de cantería del siglo XVII, no en vano es parte de la fachada norte del convento franciscano. Ambos elementos arquitectónicos se encuentran en perfecto estado, destacando la nueva disposición del segundo, que si antes miraba al norte, hoy lo podemos ver mirando al sur.
Otros elementos urbanos destacables son los paramentos tipológicamente encuadrados dentro de las tapias almenadas, éstas son por sí mismas tan importantes que bien merecerían una mayor protección, así como la elaboración de un plan para devolverlas allí donde fueron sustituidas por rejas de hierro que desdicen del entorno.
En las ideas para el embellecimiento de la zona elaboradas por el pintor grancanario Néstor Martín Fernández de la Torre, en 1934, se preveía la supervivencia de estos elementos que dan al barrio unas imágenes muy autóctonas e irreproducibles, sin caer en la copia nefasta de la arquitectura neocanaria de los bungalows del sur grancanario.
De idéntico parecer fue el artista (pintor-escultor, diseñador-tallista) teldense José Arencibia Gil, quién a principios de los años cincuenta y, seguramente inspirado en Néstor, realiza una serie de acuarelas evocadoras de su San Francisco, bajo la atenta mirada de otro amante del barrio, que fue el Dr. Pedro Hernández Benítez, quién dedicara a este recinto algunas extensas páginas de su libro Telde. Sus valores arqueológicos, históricos, artísticos y religiosos, publicado en 1958. Por este último conocemos el porqué de llamarse así sus calles y también gracias a sus escritos tenemos noticia del pasado de su convento franciscano desamortizado en 1836. Y ya que lo nombramos, no estaría de más hablar de lo que queda de él, es decir de su iglesia. El edificio religioso que hoy en día conocemos por el nombre de San Francisco de Asís, es una bella y regular edificación de paramentos de mampuestos en donde la cal adquiere entre luces y sombras de su ondulada epidermis las más variopintas tonalidades. A un metro del suelo se colocó en 1959, aproximadamente, unos triángulos en zig-zag, con forma de guardamalleta que se repitieron en la Casa de Colón de Las Palmas de Gran Canaria y otras edificaciones que sufrieron por entonces leves restauraciones.
La luz penetra en el interior del recinto por cinco ventanas abiertas cuatro al sur y otra al oeste; de todas ellas sólo tres tienen idéntica traza y recuerdan con su abocinamiento y columnillas una estética anacrónica del gótico portugués, tal vez supervivencia de la antigua ermita. Esta fue levantada en torno al 1500 bajo la advocación de Santa María de La Antigua y debía tener de 6 a 7 metros de ancha por 12 ó 14 de larga. Como íbamos diciendo, la luz, regulada por celosías hoy de hierro, antaño de madera, también penetraba por un ventanuco rectangular situado en el arco toral de la nave colateral izquierda, pero éste desapareció al ponerle el actual artesonado.
Los fieles pueden llegar al templo atravesando dos puertas: una, abierta al poniente, de trazas simples en cantería gris de la zona, que en arco de medio punto cae exactamente bajo el coro alto. La otra, presente en su fachada sur, se nos presenta soberbia y algo arrogante desde la calle y plaza de San Francisco; esta obra, también en cantería, presenta una filiación neoclásica y fue realizada por manos expertas en el siglo XVIII. Calificamos de expertas las manos del alarife o cantero que le dio vida, por el estudio volumétrico perfecto, por la ordenación de elementos (pilastras, arco y frontón) y por la armonía reinante entre ésta y todo el edificio.
La planta de la iglesia franciscana es rectangular y desarrollada en dos naves, siendo la de la derecha más ancha que la de la izquierda. Pero partamos de la entrada principal y avancemos por el interior del templo. Llegamos a él por la portada neoclásica y penetramos en su nave colateral derecha, ésta se divide en tres cuerpos que corresponden con los pies, desarrollo y cabecera. En el primero de ellos comienza el artesonado que avanza hasta el arco toral junto a la cabecera. Realizado a base de par y nudillos, no es un alarde de carpintería, denotándose en todo él la sencillez, pues queda reducida su decoración a un elemento tallado como imitación de soga o cordón franciscano en la parte baja, recorriendo dicha estructura de madera en todo su perímetro. A diferencia de éste, el artesonado que cubre la capilla mayor es rico en labor y en él se conjugan elementos florales barrocos con otros mudéjares, disponiéndose a base de faldones en forma de pirámides trucadas unidas en la parte alta en un cuerpo superpuesto poligonal. Esta nave tiene dos arcos transversales: uno, a los pies que da entrada al coro bajo, que no es tal, sino una capilla con rejas de tea. Y un segundo, de estructura algo más arcaizante que presenta en sus jambas columnillas muy goticistas, cumpliendo la función de arco toral entre la nave y la capilla mayor.
Cinco son los retablos que se conservan en esta nave. Dos a los pies, que podemos describir de la siguiente manera:
Al fondo y frente a las rejas de tea, un simple nicho decorado con dos estípites a ambos lados y mesa o tabla sobrepuesta a una estructura de canto y piedra. Muy mal compuesto, parece más una adaptación que otra cosa. Hoy deteriorado en su policromía, sirve para guardar al señor predicador, imagen de vestir sentada sobre sillón o trono. Al lado izquierdo dos nichos: uno, con portezuela que serviría para el ajuar de la capilla; otro, de canto multicolor que presenta la tabla del sacrificio realizada en piedra y frontal de madera. Hoy se encuentra vacío.
Ya en el desarrollo de la capilla y a mano derecha podemos ver un primer retablo de cantería gris policromada en rojos, amarillos y azules que representa el interior de un templo; enmarcado en profusa decoración floral. En su nicho se encuentra la imagen de Santa Rita de Cassia, imagen muy venerada. El cuerpo tabular o mesa es de canto y presenta frontal de madera policromada. Seguidamente, otro retablo de nicho espacioso, aunque poco profundo, en un principio fue del templo de San Pedro Mártir de Verona junto a las casas que Inés de Chimida convirtiera en hospital. Hoy cumple idéntica función que en el pasado, es decir, guardar la venerada imagen de extraordinaria factura denominada Cristo de la agonía, obra de talleres sevillanos venida a nuestra ciudad durante el siglo XVII. Junto a él, Nuestra Señora de los Dolores, obra de Silvestre Bello. Todo el retablo es de madera sobrepintada de blanco, aunque el nicho haya tenido un papel añil pegado en su fondo. Bellos estípites lo enmarcan y bien restaurado sería digno del lugar.
Tan solo avanzar unos pasos se nos presenta otro retablo de madera policromada en rojo, oro, verde y azul. Su nicho contiene tres imágenes de vestir: un Cristo con la Cruz a cuestas, una Verónica, y una María Magdalena, obra ésta de Miguel Gil Suárez, realizada a finales del siglo XVII. Estas dos últimas imágenes dañadas por xilófagos.
Presidiendo la capilla mayor un bello y equilibrado retablo aún hoy sin policromar con dignos estípites. Compuesto por tres nichos, siendo el central de mayores dimensiones y comunicado con el camarín. Se distribuyen las imágenes de la siguiente manera: nicho izquierdo, San Buenaventura; en el de la derecha, San Diego de Alcalá y en el centro, la imagen de la Purísima Concepción. Ya sobre el altar y a la izquierda la bellísima talla del Santo de Asís, de nacaradas carnaciones, con ropajes de fino oro sobre dibujos policromos de elementos florales. Todo él deja entrever una obra de gran calidad.
Nuestra vista parte inquietante hacia la otra nave, en su cabecera se alza el retablo llamado de la Virgen de los Ángeles, que no es otro que el retablo rojo y oro de estípites conocido por Retablo de la Virgen Dolorosa de los Siete Puñales. Perteneció según nos dijo numerosas veces, al Cronista Oficial de la ciudad don Antonio Hernández Rivero, a la antigua iglesia de San Pedro Mártir de Verona y guardó en su única y central hornacina, una pequeña virgen de los Dolores, hoy en la iglesia de la Inmaculada Concepción de Jinámar. En la parte baja y sobre el altar, a la izquierda, San Pedro de Alcántara, muy restaurado; y a la derecha la magnífica talla de San Antonio de Padua, obra del escultor Miguel Gil Suárez, quien se obligó a realizarla en 1676, teniendo que seguir el modelo que había hecho para San Francisco de Las Palmas. Sólo la parte superior del retablo en cuestión es obra de Antonio de Almeida, artífice del altar mayor de San Juan de Telde.
Si miramos hacia arriba notaremos la falta de la falsa bóveda de cañón que hasta junio de 1989 cubría la capilla. Fue sustituida, criterio que no compartimos, por un artesonado de muy buen oficio y calidad; pero es una pena el que ahora no se pueda hacer una lectura diacrónica de la evolución arquitectónica del edificio, extremo que antes quedaba muy marcado con la ya reseñada bóveda de cañón, realizada con yeso sobre cimbra de caña. El arco toral de medio punto, con gruesas y austeras pilastras, realizado en cantería gris completa el conjunto, dando testimonio de ampliaciones o reformas realizadas en torno al siglo XVIII, siendo claros exponentes de los gustos neoclásicos tan en boga por entonces.
Dejando a la derecha el púlpito, avanzamos por la nave colateral derecha y en su paramento norte encontramos un altar-retablo realizado en cantería policromada de rojos, blancos, azules y verdes con doble hornacina o nicho central con la imagen de vestir de Santo Domingo, al que se le superpone otro nicho cubierto con guardamalleta de madera policromada en donde está la coopatrona Santa María de La Antigua, pequeña imagen de terracota (barro cocido). Posiblemente de la antigua ermita.
Le sigue un retablo muy mal restaurado, pues perdió policromía, conocido por el de Santa Lucía. Conserva en su remate o parte superior un fresco muy deteriorado de Santa Teresa de Jesús, en él muestra a la Santa de Ávila retratada de 1/3 para arriba, con unos símbolos alegóricos a la muerte. Precisa urgente restauración.
Otro altar con nicho superpuesto realizado, aprovechando un hueco en la pared, resta por describir. Su pobreza es tal, que sólo podemos decir de él que su frontal es de madera policromada como todos los de la iglesia. Queda la imagen del Cristo Orante en Getsemaní. Ya a los pies de la nave existe un bello arco de dimensiones no superiores a un metro colocado en medio del paramento izquierdo, su clasicismo y su buena factura lo sitúan en el siglo XVIII.
Sobre los pies de esta nave está el coro alto, al que se accede a través de una empinada y estrecha escalera, la cual también comunica el templo con la torre-espadaña que tiene su fachada hacia la calle Portería. Este elemento, característico de tantos conventos fue realizado en el siglo XVII, siendo Mayordomo el señor de La Coba y tiene dos cuerpos: el inferior o bajo, en donde se abre un arco de medio punto como portería del cenobio franciscano; y el alto, en donde se disponen tres arcos, en razón de dos inferiores con sendas campanas y uno superior sin ella. Todo él mal rematado, pues en la reconstrucción que se le hizo en 1973 se le acabó de forma diferente al frontón triangular con tres pináculos que lucía hasta 1972, fecha en que debido a los fuertes vientos que asolaron la comarca cayó en tierra.
Y volviendo al interior del templo debemos recalar en tres elementos. Uno, el noble y austero artesanado de la nave izquierda, todo él original, aunque restaurado en pequeños trozos en 1986-87, por suerte no sufrió deterioro como el de la nave derecha, al que se le sustituyó la tea original por machimbrado de riga y después, para cubrir semejante aberración, se le colocó una finísima capa de madera que hoy ya está soplada y rota en más de la mitad de su superficie. El segundo elemento a destacar son los tres bellos arcos que comunican ambas naves, realizados en cantería gris. Están ligeramente rebajados y se sostienen sobre dos gruesas columnas de estructura poligonal y dos pilastras de idénticas características.
Para finalizar esta visita apresurada a la iglesia conventual, observaremos las lápidas sepulcrales, situadas al entrar por la puerta principal, a los pies del retablo del Cristo de la Agonía y en torno al arco toral de la nave colateral izquierda. Las hay para todos los gustos: simples las que más, en ellas sólo el año o algún anagrama, en otros casos complicadas y profusas decoraciones denotan un personaje célebre bajo su pesada estructura, como es el caso de la del El Monjo estudiada ya por Hernández Benítez. Otras tumbas, esta vez comunales yacen a los pies del altar de Nuestra Señora de los Ángeles. Aquí baldosas rectangulares de cantería y palos de tea señalan su presencia.
Tras salir del templo, luz y color en nuestra retina, el albedo de los rayos solares sobre la blanca cal es el único protagonista de la plaza. Plaza de San Francisco, perfecto cuadrilátero marcado en el centro por una fuente que no se decide a tener agua. Cercanías del jardín de doña Isabel Macario, en donde Saulo Torón cantara a la mar y a los amigos idos. Frente a nosotros El Calvario, edificio de planta cuadrangular con portada de medio punto y coronado por tejas a cuatro aguas; espera y espera ser morada del misterio y escena de La Crucifixión, y en su arrugada fachada un hueco abierto como limosnero.
Todo hace sospechar que este antiguo y pequeño la primitiva ermita de Ntra. Sra. de La Antigua. Junto a ésta, una diminuta habitación, con ventanuco rectangular, portada adintelada de cantería parda y azotea, servía de habitáculo-vivienda para el humilde ermitaño.
Calles de San Francisco, lugares para el recuerdo y la añoranza. Paz y melancolía, murmullo de acequias, céfiros peinantes del rico platanal. Rezos y murmullos en las cruces de madera que adornan las fachadas de sus casas, restos del Viacrucis penitencial de sus antiguos frailes moradores. El aroma de tus huertas y patios. Si antes, por tener pequeña ermita te llamaste de Santa María de La Antigua, desde 1612 al crearse junto a ésta el convento franciscano pasas a llamarte San Francisco. Barrio henchido de leyenda e historia, cuya importancia se vio reconocida por su catalogación como Conjunto Histórico Artístico junto al de San Juan por Real Decreto de 6 de Marzo de 1981.

























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