
En 1996 Felipe González llegó a decir que con una semana más de campaña electoral hubiese ganado a José María Aznar. Aquella noche del recuento se hizo célebre lo de la amarga victoria (PP) y la dulce derrota (PSOE) en boca de González. Ha llovido mucho desde entonces y el bipartidismo dinástico y sistémico dista de aquella holgura parlamentaria. Ya no hay olas electorales sino ‘miniolas’ desde que en 2015 quebró el neoturnismo. Cierto es que anoche populares y socialistas salieron reforzados pero sin alcanzar los niveles de antaño. Asistimos a un sistema político en fase de descomposición y, además, a unas reglas electorales que pivotan sobre una circunscripción provincial que condiciona mucho el desenlace.
El PP cantaba victoria hace tiempo. Pero les confundieron los aromas demoscópicos que algunos proyectaron y no atendieron al historial electoral fruto de un sistema repetitivo desde 1977 (primeros comicios generales) y, lo más importante, pensado para un bipartidismo imperfecto que ya no existe. Y cuando el divorcio entre la arquitectura electoral diseñada y el arco de partidos es patente, las distorsiones en la representación parlamentaria asoman.
Puede que nos instalemos en el bloqueo y vayamos a una repetición electoral a finales de año o comienzos de 2024. Aunque también a un nuevo Gobierno de coalición de izquierdas en meses. Pero lo que ha quedado claro el 23J es que el PP por sí mismo (como tampoco pudo el PSOE) es cosechar escaños en torno a 160 mientras exista un competidor en la misma bancada (Vox o Sumar, respectivamente).
Alberto Núñez Feijóo cometió errores en la campaña electoral. Pero la tesis que impera es que la sociedad no desea a la ultraderecha en La Moncloa, aunque sea como socio. Espanta a las clases medias, a la mayoría social. Es una hipoteca enorme para el presente y el futuro del PP tener a un Vox que le carcome el espacio, aunque este baje en votos y escaños. Isabel Díaz Ayuso se frota las manos. El discurso de Vox ha contaminado al PP y los perfiles aparentemente moderados quedan lastrados por la presencia de Santiago Abascal.
Cataluña vuelve a estar sobre el tapete. Carles Puigdemont será decisivo para la gobernanza o para ir a unas segundas elecciones generales. La historia constitucional de España pasa, en gran medida, por Cataluña que supone, a todas luces, el gran problema constitucional: la problemática territorial. Ocurrió en la Segunda República y en la Transición, y sobrevuela hoy por hoy. Sin estabilizar Cataluña, España es ingobernable. Sin reconocer la plurinacionalidad el sistema político es inviable en democracia. Y ante esto, como alternativa, solo resta un partido de centroderecha que no tiene la capacidad suficiente para contrapesar al conjunto de las izquierdas territoriales y nacionalismos periféricos, por mucho que el sistema electoral prime a la primera fuerza. De nada le ha servido al PP esto último.
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