
Aunque carezcamos de una tabla de contenidos que explicite los temas que aborda el título, yo creo que —con los elementos de la comunicación como fuente inspiradora— es posible agrupar el conjunto sin errar mucho en cuatro grandes categorías: los lectores ocuparían en el célebre esquema el lugar de los destinatarios; las lecturas, el de los mensajes; los escritores harían lo propio con el sitio de los emisores y para el canal no sería descabellado pensar en las editoriales. No hay dudas con el código: la lengua castellana. Con esta clasificación de los artículos, La penúltima lectora —por lo que aborda y por lo que es— se erige en un producto “metacomunicativo” que, desde el punto funcional, se vuelve metaliterario y poético a un tiempo; y, a la vez, en ese ir y venir constante entre lo objetivo y lo subjetivo, representativo y expresivo; y, a la par, de algún modo, gracias a la capacidad de la escritura para mantener nuestra atención, fático; y apelativo cuando nos hace partícipes de esa «buena sacudida» que espera Rodríguez Court de los libros que lee y que nos transmite a través de una prosa incapacitada para dejar indiferente a un destinatario concienciado y que, de algún modo, se sabe transformado tras una experiencia de lectura.
En “Buscarse a sí misma”, nos cuenta nuestra autora una anécdota: una joven participa en las labores de búsqueda de una chica durante todo un día. Al finalizar la jornada, se percata de que es a ella a quien han estado tratando de localizar. Nos dice la escritora: «Así viajan también los personajes de la alta literatura. En línea recta y sin un posible regreso a Ítaca [...] Se reencontró consigo a la caída de la noche, pero tal vez transformada ya en otra». Un detalle: más que «los personajes de la alta literatura», yo pienso en los lectores, en nosotros, pues somos quienes, tras un viaje literario meritorio, estamos “condenados” a darnos cuenta de que, gracias a esas palabras prodigiosas que se han ido asimilando poco a poco, éramos más desconocidos de nosotros mismos; tanto, que no somos capaces de encontrar al final de cada trayecto poético ninguna ruta posible para regresar al origen, al punto de partida. Tras una asunción libresca, un alejarnos más de lo que fuimos y un nuevo acercamiento a lo que hemos de ser.
De sus atenciones a los lectores, destaco algunas ideas compartidas que me parecen, sin ser novedosas por sí mismas en sentido estricto, brillantes como estancias intelectuales sobre las que reflexionar para determinar el alcance que poseen estos destinatarios del producto literario. Me gusta ese apunte que hace en “David Foster Wallace” acerca del poder supremo e indelegable para que un acontecimiento narrativo suceda o no: basta con cerrar el libro para que un crimen que debía contarse unas páginas más adelante no ocurra. Nada que ver este cierre, este fin precipitado y voluntario, con la negrura que provoca el desconocimiento no buscado, esas oscuridades que el lector querría saber y que, por decisión del autor o de la editorial, jamás podrá ver iluminadas, como leemos en “Nieve” y como nos sugiere en “Modo linterna”: «La creación literaria también se nutre de áreas oscuras para visibilizar otras. Alumbra al tiempo que esconde». “Incompletitud” es la voz que he utilizado en otras ocasiones para definir esta situación que provoca, por ejemplo, que nunca lleguemos a saber qué fue de Sancho Panza tras el entierro de Alonso Quijano.
En “Pequeños equívocos” leemos cómo esta ignorancia, cuando encuentra sitio en el ánimo de los que por naturaleza son espíritus creativos, puede ocasionar la aparición de potenciales escritores, o sea, de agentes de la ficción. El amplio panorama de enfoques que traen consigo las interpretaciones variadas sobre un mismo tema se aborda en “Dignidad” y, de algún modo, bajo el prisma de los sentimientos condicionados a los instantes, en “La Balsa de Medusa”: todos los años, miles de visitantes contemplan el horror que representa el cuadro de Géricault y llegan a emocionarse con la escena a la vez que olvidan que, en la vida real, en el mundo que hay fuera del recinto museístico, «otros muchos desconocidos siguen naufragando en tierra y en el mar». ¿Cómo resolver la paradoja? «La literatura permite a los lectores identificarse con el dolor de los personajes», nos dice Rodríguez Court en “Soledad existencial”; en otras palabras, la poesía consolida los sentimientos empáticos, logra tejer en los receptores, con los hilos de la solidaridad, una malla con la que atrapamos el mundo.
Para que esté en su punto una fértil y bienhechora imaginación (como la del hospitalizado que, en “Sentido de la posibilidad”, da esperanzas y alegrías a sus compañeros de habitación), para que el instrumento fundamental que hace posible la existencia de perspectivas y estilísticas adhesiones esté bien afinado, nada mejor que la lectura constante y el aislamiento: «También los lectores suelen explorar el terreno de las posibilidades. Aislados solos en sus cuartos, viajan a lugares ignotos sin desplazarse. ¡Cuánta dicha en su soledad, de espaldas al ensordecedor ruido!» (“La otra soledad”). ¡Cuánto asidero, diría yo, a la evasión absoluta! Como ese «Me voy para siempre a leer» que hubiese deseado decir Tomás Montejo, el protagonista de Hoy, Júpiter de Luis Landero, cuando era más joven (“Amar la literatura”); o como el que nos cuenta la autora en “Lectura activa”: «Hay algo misterioso en la imagen abstraída de los lectores. Aislados de los demás, parecen cortados de la realidad. La vida sigue su curso y se separa de ellos, como se separa de los individuos mientras duermen». El terreno de las posibilidades solo se puede explorar desde la soledad y con la convicción de que solo en la evasión será posible la omnipresencia: «Está en la sala y a la vez está en otro lugar y en otro tiempo».
Este ejercicio de calibración permanente tiene una razón de ser: el lenguaje sobre el que se articula el fenómeno poético, ese “cómo” que para mí siempre es mucho más relevante que lo anecdótico, lo que se circunscribe a los “qué”. Coincido con Rodríguez Court cuando afirma: «raras veces recuerdo la historia, los argumentos y las ideas y venidas de los personajes. Apenas le doy importancia a la trama. Durante la lectura de un texto literario centro antes mi atención en el estilo, los recursos narrativos y la estructura». (“El perro de Levrero”). Este valor de las formas escritoras, esta posición de relatividad sobre los contenidos, condiciona el acceso a la poesía que subyace en los testimonios que merecen calificarse de imperecederos por su belleza estética e intelectual. No es un ingreso fácil porque, como señala en “Oscuridad”, «captar las ideas de una obra literaria requiere de una inmersión en sus sombras. Aunque se usen palabras familiares, se precisa captar el contenido del texto». Todo proceso de aprehensión implica un estadio superior al del mero entendimiento, al del desciframiento que permite el conocimiento de los significados denotativos de las voces y del manejo de la sintaxis. Es algo más; y más difícil de asir. En “La lengua del silencio” se nos plantea que la noción de inefabilidad queda asociada a un modo nuevo de ver la realidad, de procesarla y de proyectarla hacia lo interior (como lector) y/o hacia lo exterior (como escritor).
Esta singularidad en la manera de percibir el mundo justifica el valor que tiene para la creatividad aquello en lo que, por lo general, no solemos reparar. En el marco donde se desarrollan las atenciones de la autora a las lecturas (que vendrían a ser los mensajes en nuestro planteado esquema de la comunicación) hallamos no pocos apuntes sobre las que podríamos definir como virtudes de lo nimio. En “La mosca de mi infancia”, por ejemplo, Elisa Rodríguez nos muestra cómo el placer lector equivale al de la contemplación de lo más intrascendente que, sin darnos cuenta, convertimos en el centro absoluto de nuestras atenciones; llega a nosotros como el punto luminoso entre la oscuridad de las desdichas (“Guerra y trementina”), como lo destacado entre lo vulgar por su gélida cotidianeidad, por ejemplo: el percance tan doméstico de José Emilio Pacheco en un solemne acto institucional (“Caída de pantalones”). Mas cuando cesa el estímulo y el instante sublime vuelve a la rutina, como señala en “Lectura de la vida”, «se imponen los prejuicios» y «las historias de las personas suelen contemplarse con la lupa estricta de las convenciones»; en otras palabras, el loco que en la literatura se nos antoja un admirable soñador se torna, con los ojos de la realidad, en un individuo que, por culpa de haber perdido la razón, nos parece peligroso, lo que justificaría todas las precauciones que adoptemos si nos encontramos próximos a él. Y la talla, sin los ropajes que la fe acuerda reconocer como manifestación de grandeza, no deja de ser una madera labrada que bien pudo ser una silla o una cuchara para remover el potaje (“La virgen desnuda”).
Lo que cuenta es la ficción. Esa es la clave de las lecturas. Ese es el timón que ha de coger el lector para acercarse a la obra literaria y concederle la entidad que se merece. Ello implica aceptar que la realidad en toda escritura pasa a un segundo plano, que importa más la recreación que el detalle minucioso de lo que es verdadero. En sostener esto nuestra autora es constante (“Réplicas”, “Adoctrinamiento”…) y tajante (“Garbanzos negros”, “Ficción literaria”, “Exceso de cotidianeidad”, etc.): «Me produce cansancio tanta charlatanería en torno a la literatura basada en supuestos hechos reales» (“Realidad sobrevalorada”). Acepta y transmite que «la literatura consigue remover conciencias, pero no tiene la voluntad de transformar la realidad. Tampoco podría cambiarla. Es un viaje imaginario y a él debe su fuerza» (“Carne de cañón”). Es, además, como indica en “Valor y miedo”, una hipótesis de vida tan real como la que hay fuera de los libros; una existencia esta que, cuando se sujeta a los recuerdos y a la endeblez con la que se recrean, no deja de ser en el fondo una ficción (“Autobiografía”).
Suscribo cuanto defiende. Me uno a esa necesidad de proclamar a los cuatro vientos que el arte está por encima de todo: «La creación artística es un valor que reconocemos incluso cuando no coincide con nuestros valores morales o hasta cuando los contradice. El arte no guarda relación alguna ni con ideologías ni con juicios morales» (“Carne de cañón”); «¿Acaso deben coincidir el autor y los personajes en sus opiniones?» (“Adoctrinamiento”). La escritora se adentra con esta cuestión en un debate complejo que, gracias a su capacidad comunicativa, logra hacer asequible en líneas generales; aunque no quede exento de interesantes vaivenes que darían pie a no pocas controversias. Pregunto: ¿Puede admitirse la revisión de textos para acoplarlos al vapor anímico de la sociedad del momento? En este sentido y a modo de ejemplo, ¿procede el interés mostrado por reescribir un número indeterminado de obras de Roald Dahl para que se adapten en sus expresiones a lo que se supone que demandan sus previsibles nuevos lectores? De entrada y sin tener ganas de salir de los bordes del conflicto ni ir más allá de los márgenes por donde se encauza la cuestión, me quedo con el juanrramoniano «¡No le toques ya más, / que así es la rosa!», que es de alguna manera estar de parte de lo que Rodríguez Court defiende.
Título: La penúltima lectora.
Autora: Elisa Rodríguez Court.
Editorial: Mercurio Editorial.
Año: 2022
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