
Reconozco mi debilidad por libros como este que ahora nos convoca. Breves. Intensos. Personalísimos. Luminosos e iluminados. Poéticos y, a la vez, deudores del ensayo de trazos filántropos y solvencia artística, fiel en su escritura a las preferencias que declara la autora en “Buscadores de formas”; y, a la par, atentos a ese espíritu que emana de las antologías y los convites afectuosos: ofrecer y brindar con aquello que complace al anfitrión; y, al mismo tiempo, ungido de las virtudes que atesoran los vademécum medicinales: por un lado, informar de lo esencial para que perdure y se disponga siempre de este conocimiento; por el otro, mostrar cómo sanar lo que quiera que se sienta o se perciba en un estado contrario a la salud y a lo salutífero. Sé de algunos títulos que persiguen los propósitos expuestos; el que nos ocupa los cumple en su totalidad.
Me gusta tener conmigo el libro. Cerca. En mi despacho y en mi particular botica de remedios para el alma y el entendimiento: mi biblioteca. Me gusta esta panacea y la certeza de que su disponibilidad es absoluta. Me gusta ese “siempre” que veo adherido a mi ejemplar. Sí, me gusta; y me agrada, además, pensar que no he tenido prisa alguna por leerlo porque la misma obra me ha susurrado: «despacito, saborea». Por eso no me he preocupado por llegar a la página 199. El tomo me ha acompañado desde que viera la luz en junio de 2022. Me he dado tiempo para componer estas humildes notas que siempre supe que, de un modo u otro, debía realizar. ¿Habré cumplido así con la feliz sugerencia de la autora que nos traslada en el texto titulado “Prescripción inversa”: «No sería mala idea, debido al panorama reinante, proponer con urgencia una normativa de prescripción inversa […] Consistiría en decretar el respeto a un prudente paso del tiempo para poder enjuiciar la valía de una obra. Así se respetaría también a los lectores. Se les haría justicia, además, a nuestros antepasados, escritores excelsos que merecen un lugar destacado en la literatura»? ¿Ha sido adecuado mi silencio ante un título que desde el principio me ha empujado a gritar sus virtudes?
Las 95 pequeñas piezas que componen el tomo —de dos páginas cada una— han ido acomodándose en mi intelecto a medida que llegaban; ordenadas en esta ocasión, una después de la otra: tras la primera, la segunda; tras esta, la tercera, etc. Ahora sé que daba igual la secuencia que siguieran. Quizás haya un criterio que justifique la disposición de los textos tal y como aparecen en el volumen: sin enumerar y sin divisiones internas que ayuden a concebir los contenidos comunes de las posibles distintas agrupaciones de escritos. Lo he buscado —he sucumbido a la tentación de encontrarlo—, pero no he sido capaz de hallarlo. Siempre que creía tener un hilo por donde tirar, este acababa por romperse y toda hipótesis terminaba por no llevarme a ningún lado. Tras la experiencia lectora, confieso que muy poco me importa este fracaso indagador; es más, hasta lo agradezco porque consolida mi posición sobre la valía de este título: como las grandes obras —las muy muy muy grandes—, puede leerse a partir de cualquier página; es más, recomendaría dejar al azar la elección de la incursión. Sea como fuere, lo que ha de suceder ya se sabe qué será: que el libro siempre te acogerá con la calidez que transmite todo lo que se muestra con devoción y cariño por lo expuesto. Poco importa desde donde comiences el camino, lo relevante para el caso es que lo emprendas.
Proclamo el privilegio de haber vivido una experiencia gratificante y sumamente enriquecedora con el abordaje de estas perlas de amor por la lectura y por la cultura que huyen de cualquier zafiedad sujeta a voluntades pedantescas e impostados conocimientos, de cualquier volátil anhelo de fama y de proyección, de cualquier predisposición a la soflama y a la vacuidad más arbitraria. Al contrario. Todo aquí se halla en la estancia donde habita lo penúltimo, que es el lugar de la humildad, el de la ausencia de un protagonismo no buscado, el de la constatación de que se tiene algo que apetece compartir y que no debe ser asimilado como una verdad absoluta. De ahí esa esencia de anotación marginal que trasladan las piezas, igual a las que dejamos en los bordes de los libros, en esos espacios en blanco donde nos es lícito escribir, trazar rayas, situar asteriscos, dibujar corazones, poner cruces, recalcar signos de interrogación o inmisericordes negativas hacia cualquier postulado leído, como si mantuviéramos (que lo mantenemos, en el fondo) una relación dialógica con el narrador. En sus apuntes se hallan nuestras oportunidades para ir más allá de la lectura, para tomar el testigo —como en una carrera de relevos— y continuar donde Rodríguez Court nos da el pie: bien a la estación inmediata constituida por las obras y autores nombrados, bien al ámbito donde nosotros, bajo su amparo, nos damos licencia para trascender adentrándonos en la escritura.
A pesar de la solidez del magisterio que atesoran estas páginas (representado en buena medida por el selecto conjunto de citas y fragmentos procedentes de títulos relevantes que ha escogido con exquisito acierto para sostener sus líneas de pensamiento sobre la literatura y las condiciones en las que se formalizan los roles de lector y escritor), que supera con creces a la de muchos popes que van por ahí pavoneándose como eminencias académicas, todo rezuma modestia y transmite bondad. Qué suerte hallar a quien acoge y acaricia el entendimiento sin pretender otra cosa que conceder y concederse el placentero calor que da el saber compartido. Otro fin no busca este libro; ningún otro objetivo cabe encontrar en él que supere al acto de tirar de una hebra inopinada para componer con el pensamiento el ovillo que daría pie a una pieza literaria si los ánimos confluyeran en ese interés. Cada escueta estancia en sus páginas es —recalco una vez más la idea— siempre la antesala para una creación y recreación del receptor. Nuestra boticaria nos habla del placer de leer, pero no se queda en los límites que fija una mera afición, no, sino que va más allá, pues se adentra en lo que es la lectura con instintos de escritura; la “re-creativa”, la del militante de la palabra que acoge mensajes y los transforma, los amolda, los reescribe; la del que hurga por debajo de la superficie repleta de negros islotes alfabéticos que flotan en los blanquecinos mares donde es posible todo, sin que tenga necesariamente que ser original, y descubre el infinito palimpsesto que conforman los osarios de la poesía desde el origen mismo de los tiempos (“Inmortalidad alternativa”).
A esta lectura de los instintos cabe añadir la de los instantes, las pinceladas de la admiración; los matices, los detalles que iluminan, destellan, y que sirven para adentrarse en el universo de los escritores por la puerta de atrás, como el espectador al que le es dado el privilegio de entrar por donde lo hacen los actores y utilleros en un teatro y consigue ver la trasera de todo: de los decorados, de los entramados, de los asientos que se cubren con las espaldas, los culos y los muslos de los asistentes a la función. Este es, según se perciba la luz sobre la calidez de la lectura, un hermoso libro de homenajes particulares que la autora ofrece a un buen número de títulos —que encabeza el Quijote, por supuesto— y de literatos como John Banville, Julian Barnes, Saul Bellow, Adolfo Bioy Casares, Maurice Blanchot, Roberto Bolaño, Jorge Luis Borges, Albert Camus, Emmanuel Carrère, Louis Ferdinand Céline, Sergio Chejfec, John Maxwell Coetzee, Michéle Desbordes, Marguerita Duras, Francis Scott Fitzgerald, Louis-René des Forets, Jonathan Franzen, Rodrigo Fresán, Juan Gelman, Natalia Ginzburg, Ángel González, David Grossman, Vasili Grossman, Peter Handke, Elizabeth Hardwick, Ernest Hemingway, Stefan Hertmans, Víctor Hugo, Lars Iyer, Jean-Yves Jouannais, Franz Kafka, Yasunari Kawabata, Hiromi Kawakami, Daniel Kehlmann, Imre Kertész, Danilo Kiš, Luis Landero, Ben Lerner, Mario Levrero, Clive Staples Lewis, Clarice Lispector, Claudio Magris, Sándor Márai, Pierre Michon, Patrick Modiano, Augusto Monterroso, Alice Munro, Robert Musil, Vladimir Nabokov, Justo Navarro, Juan Carlos Onetti, José Emilio Pacheco, Orhan Pamuk, Ricardo Pligia, Ednodio Quintero, Julio Ramón Ribeyro, Rainer Maria Rilke, Philip Roth, José Saramago, Alberto Savinio, Carlos Skliar, Elizabeth Smart, Mark Strand, August Strindberg, Enrique Vila-Matas, Idea Vilariño, David Foster Wallace o Mo Yan, por citar algunos. En el reconocimiento está la gratitud y, con ella, la generosidad al ofrecernos un repertorio de obras que merece la pena conocer para conseguir ese ajuste de cuentas con nuestras ideas, con nuestro interior, como nos apunta en “Letraheridos”, un acertado neologismo que sirve de título para una de sus piezas y donde leemos esta, a mi juicio, enriquecedora reflexión:
«Nos apropiamos de anécdotas, escenas, párrafos o expresiones y los libros renuncian a reclamar su autoría. Aceptan con naturalidad el trasvase de voces literarias al tejido imaginario común. En algún lugar permanecen, diluidas en un palimpsesto y configurando una familia espiritual. De ahí quizás la admiración de los lectores por aquellos escritores capaces de incitarlos a leer su obra y también la de sus escritores favoritos».
Ese privilegio es el que nos concede Elisa Rodríguez; un regalo colmado de ejemplaridades, de instantes de lucidez en los que logramos vislumbrar, como ocurre cuando leemos su pieza “Ignorantes”, que la literatura es útil para dar luz donde hay oscuridad. Ilumina respuestas, calma dudas. Por eso las religiones se sostienen sobre los grandes pedestales que le ofrece la voz poética y los artificios de la retórica. Es más, de las enseñanzas de nuestra autora se colige que de nada sirven las bellas palabras si no consuelan ni aplacan iras; de nada, si no transportan y relativizan; de nada, si estancan el tiempo y no disipan el hastío; de nada, si no te hacen mejor persona. Por eso hay incursiones en sus páginas a temas que agrandan la conciencia del planeta que nos acoge y la determinación con la que se conciben —«Los verdaderos escritores, pájaros solitarios, sobrevuelan con su canto las contingencias del mundo y sus adversidades» (“¡Los poetas están muertos!”)—; asuntos acercadores de contenidos que, por su naturaleza, mueven a plantear disyuntivas creativas y a edificar singulares procesos de composición en los que se abordan cuestiones tales como la defensa de los animales (“Solo una jirafa”); la violencia en general (“Miedo al hombre” o “Sociedad letal”) y, en particular, la que se dirige contra las mujeres (“Miedo al…” o “Amor tirano”); los asesinatos legales (“Pena capital”); la eutanasia (“Morir su muerte”); la empatía (“Ficción y realidad”); el sentido de la vida (“Para qué ser feliz”), etc.
No estamos ante una obra artificialmente optimista, un desbarro de naturaleza romanticona que habla de la lectura como si lo hiciera de koalas color pastel o de Winnie the Pooh. No. Aquí, a pesar de las benefactoras intenciones de su autora, no hay frasecitas edulcoradas de estímulo y de amor libresco idóneas para grabar en camisetas y tazas de café con el fin de regalarlas a bibliófilos exhibicionistas (más atentos a la cantidad de gruesos tomos que leen que a la calidad de lo que consumen). No, repito. Aquí, en este volumen, hay toda una declaración de posiciones en forma de «buena sacudida», como la que ella desea recibir de cuanto lee: que «me agarren y me remuevan» (“Baile de citas”), nos dice que espera de los libros; rematando su postura con un «elijo privarme de la seguridad de un ancla enterrada en el fondo del agua». Rodríguez Court nos muestra en todo momento y de manera ejemplificada cómo es y puede ser esta literatura perturbadora. De ahí su compartida inclinación hacia las expresiones que califica como enigmáticas, oscuras…, pues contribuyen a mantener la capacidad mental en movimiento, despierta (“Citas ininteligibles”): «Si una sola frase consigue remover nuestro intelecto, cabría preguntarse sobre las innumerables cavilaciones que provoca una obra literaria entera» (“Lectura de la vida”).
Título: La penúltima lectora.
Autora: Elisa Rodríguez Court.
Editorial: Mercurio Editorial.
Año: 2022
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