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Después dicen que el pescado es caro

Reflexión de Mafersa, ingeniero técnico industrial

MAFERSA 1 Domingo, 23 de Abril de 2023 Tiempo de lectura:

Íbamos a pasar un espléndido domingo de pesca en Agaete. Lo teníamos, mis amigos y yo, todo organizado: Pepe Juan se encargaría de la carnada y conseguir un saco de pan duro, Juan José, de las cervezas, las neveras, el hielo y el agua, y yo me encargaría de hacer unos bocadillos y algo de picar.

 

Iríamos a pescar al roque del Herrero, cerca de la Aldea de San Nicolás, en el Norte de la Isla.

 

Pepe Juan, gran conocedor de Agaete y sus pescadores, había contratado los servicios de un pescador de la zona, que, con su falúa nos llevaría hasta el lugar elegido, y pescaríamos todo el día desde la misma.

 

Habíamos quedado a las cinco de la madrugada en el parque de San Telmo, para subir en un solo coche. Yo, iba con las cañas y el petate con los bocadillos y unas tortillas españolas.

 

A las seis menos cuarto ya estábamos en el muelle, esperando por el pescador, que, puntual llegó a las seis.

 

Cuando no llevábamos ni media hora de navegación, le levantó, espontáneamente, un viento que no era normal. Ni lo pensamos, dimos la vuelta para regresar, con mucho cuidado, al muelle, pues las olas eran de consideración.

 

Cuando pasábamos por las cercanías del Dedo de Dios, oíamos, asustados, cómo el viento hacía silbar aquella pétrea aguja, que la madre naturaleza puso allí como si de un faro, aunque sin luz, avisase de la cercanía de la costa.

 

La tétrica partitura que interpretaba el viento en el pétreo instrumento musical, no hacía presagiar nada bueno. La intensidad de las notas que se esparcían en la oscuridad de la noche, nos orientaba sobre la enorme fuerza que el viento ejercía sobre ese icono, genuino representante de toda una zona de la isla, donde las montañas y altísimos acantilados conforman su tortuosa orografía.

 

En el momento en el que más cerca nos encontrábamos a ese pétreo monumento conocido  como El Dedo de Dios, observamos como se doblegaba aquella aguja de piedra, que cayó, con enorme estruendo, a unos escasos cincuenta metros de nuestra falúa, levantando una gran ola.

 

La gran pericia del patrón, quién rápidamente puso la proa de la falúa hacia la enorme ola, nos salvó de un cantado naufragio, quizás de amargas consecuencias.

 

A las nueve y empapados, llegamos al muelle, y pudimos contar lo que había sucedido, hecho del que fuimos testigos, pero sin un solo pescado.

 

Era la noche del 28 de noviembre de de 2005.

 

Al día siguiente supimos que el fuerte viento que nos azotó en la oscuridad de la noche fue la tormenta tropical Delta, que afectó a todas las islas y causó 7 muertos  directos y 12 desaparecidos.

 

 

 

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