
Dame mi tiempo. ¡Qué bien suena! ¡Y cuánto cuesta a veces! Es un ruego que deberíamos llevar grabado en la frente, cual aviso a navegantes. Todos los mortales, los que tienen salud y los que no, como una especie de antídoto frente a esta sociedad del correcorre. El problema es que, dada la coyuntura actual y el sistema económico en el que andamos revueltos, suena hasta pretencioso. Tiempo. Eso es justo lo que casi nadie tiene y lo que tampoco casi nadie está dispuesto a dar.
Sin embargo, estos días está de actualidad. Es el eslogan de la campaña para conmemorar el Día Mundial del Párkinson, este martes pasado, y los que conocemos de cerca esta enfermedad sabemos que no ha podido estar mejor elegido. Es justo eso, tiempo, lo que necesitan los que la padecen. Tiempo para que les escuchen, porque solo hablan más lento. Tiempo para que te sigan el paso, porque caminan algo más despacio. Y tiempo para que la medicina avance y se halle por fin alguna solución.
Para los que la tienen, ese tiempo extra supone una inyección de calidad de vida, un gesto de empatía, una mano tendida. Bastante arrastran con saber que no tienen cura, con ser plenamente conscientes del paso inexorable del avance de la enfermedad, a veces más lento, a veces más rápido, o con sentir que, poco a poco, son cada vez menos autónomos y, por tanto, más dependientes.
No, el párkinson es bastante más que un temblor de manos, o de cabeza. Es bastante más incapacitante, solo que a menudo ha quedado relegado frente a la demencia senil o al alzhéimer, también en expansión y últimamente más expuestas al foco mediático. Démosles tiempo.

























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