El descrédito de los políticos (que no de la política) de cara a la ciudadanía es mayúsculo. El alejamiento progresivo y divorcio entre los votantes y los partidos es preocupante. La Gran Recesión de 2008, los recortes, la pandemia y el empobrecimiento de las clases medias han generado un malestar que precisamente es sobre el que cabalga Vox y las demás extremas derechas que pululan por el Viejo Continente.
Es asombroso cómo los partidos clásicos piensan que difuminándose a sí mismos y personándose como meras gestorías piensan volver a producir encanto en la sociedad. La crisis de las formaciones es creciente, la militancia decae y pocos son ya los convencidos con una u otra oferta electoral. En apenas un año mal contado habrá distintas citas electorales y se han desatado los nervios en las respectivas organizaciones: toca hacer las listas. El problema radica en que se presiente que la pugna por ocupar las planchas responde más bien a inquietudes muy personales de continuar (por legítimas que sean) que por defender un ideario u otro. Esto carcome la democracia. De hecho, la fatiga de materiales ya se detecta. Si los partidos no se regeneran, si no preservan sus esencias y apuestan por expandirse al coste que sea entrando en una espiral de tratar de captar todo a izquierda y derecha, centro y periferia, terminarán por antojarse como refrescos a la venta en un supermercado, que tanto vale uno como el otro para si acaso saciar la sed. Mal asunto.
Los partidos conservadores y liberales del siglo XIX y principios del XX fueron superados por los movimientos obreros y socialistas. Lo extraparlamentario acabó por trastocar a los agentes parlamentarios de antaño. No ocurrió de un día para otro sino que fue paulatino. Pero se impuso. Ahora los partidos tal como están, que no son los de la sociedad de masas ni los ‘catch-all party’ (‘atrapalotodo’), son sometidos a un estigma fruto, por un lado, del discurso de la ultraderecha y, por el otro, de los errores propios.
Ya todo vale. También en el balompié. La directiva del Fútbol Club Barcelona se escandalizó porque al Camp Nou asistieron 30.000 alemanes seguidores del equipo contrario. ¿Dónde estaba la hinchada local? Se supone que vendió su abono del encuentro concreto y las entradas, amén de la globalización y de los intermediarios que harían el resto, se repartieron bajo la ley de la oferta y la demanda. Ninguna sorpresa vista la evolución del fútbol como negocio desde hace décadas. A este paso serán los partidos políticos los que tendrán que pagar por que la gente acuda a sus mítines, cada vez más reducidos. ¿Amor a los colores del club? ¿Defensa de las convicciones ideológicas? Posmodernidad líquida. Y las transformaciones sociales que son imparables son semejantes a los temores instalados en los aparatos. Es la crisis de la intermediación y el cansancio hacia la cartelización de las siglas. Quien pierde es la democracia representativa y, por ende, el hartazgo se propaga. Y eso que en el cóctel no hemos metido el ingrediente de la corrupción que, incluso, permitió que algunos hicieran suculentos negocios cuando se vivía el confinamiento y las muertes diarias eran como partes de guerra.
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