Los cambios sociales preceden a las instituciones, en estas la mayoría de las veces ni intuyen lo que sucede fuera. Cuando llegaron los primeros diputados de Podemos a la Cámara Baja tras las elecciones generales de diciembre de 2015, Mariano Rajoy y los suyos miraban con asombro aquellos rostros y formas de vestir ajenos al bipartidismo dinástico imperante. ¿Pero dónde quedan los militantes? Figura sagrada de la política, elemento que reverdece a todo partido. Ni siquiera los congresos de las formaciones son como lo era antes, cada vez más escuetos en su duración de fin de semana, si acaso un documento al uso que discutir y muchas fotos conjuntas de alegría entre camaradas. Poco más.
La semana pasada falleció José Suárez (Pepe Suárez, como era conocido) a los 85 años. Tan solo lo traté una vez en persona y de rebote por otro asunto. No tuve oportunidad de entablar conversaciones políticas profusas con él. El nuevo obispo auxiliar de la diócesis de Canarias, Cristóbal Déniz, un amigo, ¿quién diría que iba a tener un amigo obispo?, me dijo hace un tiempo que tenía que conocerlo mejor y que había que organizar un almuerzo-encuentro. Aquello, con el ajetreo diario, quedó en el aire. Y la vida misma, o la muerte que también es la vida, ha hecho que esa posibilidad ahora se haya esfumado.
Muchos fueron los sacerdotes (o los que se movieron al cobijo de la Iglesia católica) que al calor del Concilio Vaticano II acabarían luego por salirse tras un largo compromiso público para formar sus propias familias. Suárez fue impulsor de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) que a los jóvenes de hoy les tiene que sonar a chino pero que entonces estaba en el presente del compromiso político. Y como fundador de Asamblea Canaria conoció de primera mano la realidad social del sureste de Gran Canaria. Francisco Santiago, Carmelo Ramírez y el ya fallecido Camilo Sánchez eran conocedores de la palabra militante de Suárez.
Las décadas de neoliberalismo consagrado aleja a todos, especialmente a los más jóvenes, a comprometerse, a militar. Y los partidos (sobreprofesionalizados) figuran como entes bunkerizados ante la opinión pública más centrados en la gestión cotidiana que en llevar a cabo idearios que son los que, al fin y al cabo, transforman el mundo. Asistimos a contradicciones. O la política de negociados de parques y jardines y carnavales de lunes a viernes o, por el contrario, se ponen sobre la mesa aspiraciones absolutas como la proclamación de la independencia de Catalunya o la de salirse socios comunitarios de la Unión Europea (‘brexit’). La apatía es mayúscula y eso carcome a la democracia. Y dejar de comprometerse es lo que se propone el libre mercado yuxtapuesto al individualismo atroz. Qué mejor que ceñirse al bolsillo, a lo de cada uno tan solo, para que se desactiven los partidos y los sindicatos. Pero aquí hay una parte de responsabilidad que recae en las organizaciones: no se regeneran y escasean los cuadros. Lo que genera una inercia endiablada y cuyos efectos ya se están comenzando a ver. Porque una cosa es la década de los años ochenta y noventa, cuando la democracia estaba estrenándose como el que se pone una camisa nueva, y otra bien diferente cuando han pasado generaciones y las aguas permanecen estancadas. En fin, se buscan militantes pero apenas se ofrece estímulos.




 


















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