La derrota de la Unión Deportiva Las Palmas este fin de semana pasado ante el Girona cierra la temporada, no lo hace formalmente y aún con la calculadora todo es posible, pero materialmente el curso se ha acabado. Y, por tanto, la escuadra amarilla permanece en esa tendencia desde que descendió de la Primera División: transitar, sin pena ni gloria, por la categoría que ahora le corresponde.
Año a año, la historia se repite: se inicia en verano la campaña de abonados en la que se trata de contagiar de ilusión a la afición con algún fichaje de relumbrón, arranca la liga con más o menos expectativas y, al final, los objetivos planteados quedan a medio camino. El problema está cuando ya es la tónica, toda una inercia que acaba por irradiar el descontento global en las gradas del recinto de Siete Palmas.
Visto lo visto, hubiera sido mejor dejar a Pepe Mel finalizar la liga. No porque fuera el entrenador que estaba llamado a ascender al equipo, tiempo ha tenido de sobra, sino porque hubiese dejado probablemente en mejor posición a la Unión Deportiva Las Palmas en la clasificación. García Pimienta no ha encajado. Pero la culpa no es de él sino de los que estando en los despachos optaron por destituir a Mel y apostar, francamente, por un desconocido en el universo del balompié, más allá de su vinculación con los filiales del Fútbol Club Barcelona.
Es decir, no hay criterio. Miguel Ángel Ramírez y los que le rodean pueden equivocarse con uno u otro fichaje o con uno u otro entrenador escogido, faltaría más, pero no es el caso del conjunto amarillo donde lo que se vislumbra es que se ejecutan estas decisiones sin ton ni son. Lo que viene a confirmar, otra vez, que el hecho de que Quique Setién pasara por el banquillo de Siete Palmas fue una excepción, una carambola que, a poco que sobresalió el cántabro, fue entonces contrarrestado empresarial y mediáticamente por la guardia pretoriana de Ramírez. Con las circunstancias actuales (aunque en el pasado) lo suyo es que provocase una reunión de los mandamases que históricamente soportaban al club. Ya no hay un grupo de prebostes unidos al fútbol isleño porque el propietario es uno solo y, en su derecho, no piensa deshacerse de las acciones. Es más, es su posición de presidente de la Unión Deportiva Las Palmas lo que le permite afianzar su rol en otros sectores de la sociedad.
Así las cosas, por mucho que la afición resoplara o se indignase el sábado por la tarde en el Estadio de Gran Canaria, no hay margen de maniobra. Por consiguiente, seguiremos en la espiral, una temporada tras otra, por la cual el reparto de responsabilidades se ciñe a los jugadores y al entrenador de turno. El tiempo transcurre y Ramírez tendrá intacto su máximo interés: el equipo no deja de ser una empresa y, al calor de los sentimientos colectivos, puede ampliar horizontes. No obstante, finalizadas las aspiraciones por este curso, el dilema recae en el aficionado que, despojado de entusiasmo, se tropieza con la realidad de siempre, la de los últimos veinte años mal contados.




 
 
















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