No se puede tener nostalgia de la década de los noventa y los primeros años de este siglo. Cuando los jóvenes recuerdan aquello con añoranza es porque algo está fallando en la actualidad, es un síntoma de que las cosas hoy por hoy distan mucho de lo que entonces se prometió a modo generacional. Pasa el tiempo y da la impresión, cuando no es la cruda certeza, de que aquello fue la excepción y no la regla: bonanza económica, prosperidad por doquier, consumismo galopante y, sobre todo, seguridad de que el ascensor social funcionaba. Pero nadie advirtió de que tendría fin esa especie de ‘belle époque’ que hoy se nos antoja el mundo de ayer.
La Gran Recesión de 2008 supuso el fin de un ciclo largo de mejoría colectiva. Fue un punto de inflexión que los recortes en los servicios públicos amén de la austeridad, primero, y la pandemia, después, aceleraron; quedando la sociedad inmersa en una incertidumbre absoluta. Con menos de 40 años no puede sentirse nostalgia ni añoranza. Eso es propio de una trayectoria vital más avanzada. Y, sin embargo, el brío de la juventud presente se desfigura con la angustia existencial jaleada por la precariedad, el desempleo y la reducción del horizonte de oportunidades.
La generación que se hizo adulta al calor de la Transición afrontó una etapa de gozo prolongado que fue rubricada con propiedades inmobiliarias, recambio periódico del automóvil y viajes. Era la ilusión de la clase media. Y todos éramos clase media. Nadie se consideraba clase trabajadora. Incluso, hasta antes de la crisis era habitual que algunos pidiesen un crédito para irse a esquiar en Semana Santa o los universitarios hicieran el viaje de fin de carrera al Caribe como si de coger la guagua se tratara. Las tarjetas de crédito que se ofrecía otrora en las puertas de los centros comerciales son ahora reemplazadas por la publicidad desatada de las alarmas de seguridad brindadas por compañías privadas para instalar en casa. La dinámica del mercado persiste, nunca desfallece. Antes se gastaba los cuartos (los que, en verdad, no se tenía) pidiendo dinero con antelación a un tipo de interés barato (¡viva la eurozona!) y en el presente se comercializa el temor al robo para que algunos sigan con sus suculentos negocios.
La generación que nació y fue creciendo al alimón de la democracia jamás pensó en una contracción económica como la de 2008, en una pandemia y en una guerra en el Viejo Continente (Yugoslavia venía a ser un coletazo de la caída del comunismo…) y, por el contrario, la realidad es la que es. Las promesas felices de antaño se tornan en desconfianzas ante un futuro que, en puridad, no va más allá del mes siguiente. Si algo tuvo a mano los adultos de la Transición fue la posibilidad de hacer planes, coronados por la hipoteca, con el propósito de lograr unos objetivos propios de la clase media. Ya nadie planea, planificar es un lujo al alcance de unos pocos. La desigualdad social campa a sus anchas y predomina la fatalidad de la resignación. O esa nostalgia inoportuna que es, no nos engañemos, la señal y diagnóstico de una demanda de cambio.




















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