Los años 2020 y 2021 han sido muy duros. Apenas podemos recordar con detenimiento el periodo de confinamiento, un martirio. Es como si la memoria entonces quisiera ejecutar una especie de paréntesis o de invitación de retrotraerse a otra cosa. Todavía hay que dejar reposar lo que fue aquello y ahora, por fin, se atisba una ilusión por rescatar la vida normalizada. Más allá del debate epidemiológico, si estamos o no frente a los coletazos de la pandemia, sí se olfatea el ansia por pasar página a modo colectivo. Se intuye una incipiente alegría. Incluso, más tráfico en la calle a primera hora y más peatones camino del trabajo o de sus quehaceres.
Hay ganas de vivir. Y en esto la eliminación inminente de las mascarillas en el exterior es esencial. Ojalá llegue pronto el día en que tampoco sea preciso utilizarla en recintos deportivos, interiores y la hostelería. Significará que habremos dado un paso importante y nos adentramos en un universo que nos es familiar y que nada tiene que ver con aquellas semanas en las que nos llegaban las primeras noticias remotas de China.
Por otro lado, me temo que del personal sacrificado poco quedará en el homenaje social que se les debe. Las cajeras (casi siempre son mujeres) y reponedores de supermercados, los transportistas, el personal médico y de enfermería, los que crearon las vacunas… Una familia abstracta (es un decir) que debería ser pontificada y, sin embargo, pronto será pasto del olvido. El egoísmo impera. Máxime, en una sociedad en la que reina el individualismo como víscera del turbocapitalismo. Cuando volvamos a abrazarnos, a expresar afectos como es natural y a compartir un vino con las amistades en los bares, el pasado pandémico nos supondrá una prehistoria que, por el contrario, temporalmente ha sido reciente, y vaya que lo es. La memoria es selectiva y tiende a arrinconar lo negativo, con independencia de las experiencias (algunas traumáticas) que se haya podido vivir. De ahí, lo vital que es el cuidado de la salud mental y que disponga de recursos públicos más que suficientes. Un asunto que antes de 2020 apenas estaba en la agenda política. Y, en puridad, estamos huérfanos de servicios al respecto.
Toda vez, que es un diagnóstico al margen de los datos macroeconómicos; obviando si hemos recuperado o no la velocidad de crucero del Producto Interior Bruto, lo perdido en este bienio. Y es que el crecimiento arrojado por el libre mercado no explica de por sí el bienestar como sociedad, su calidad de vida. Por eso hay símbolos, como el de la mascarilla, que serán liberadores justo en el presente donde se puede ya prescindir de la misma en las avenidas y los parques. Algo tan sencillo como hacer vida normal, entiéndalo cada vecino como considere, nos resultó desde principios de 2020 un lujo. Algo que dábamos por hecho, como un derecho que nos perteneciera, se nos esfumó e iniciamos una espiral de la degradación de la autoestima al calor de los partes diarios que conocíamos sobre muertes, hospitalizaciones y número de contagios. Una retahíla funesta. Un tiempo que relegaremos por decreto ley.























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