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Rafael Álvarez Gil/TA. Rafael Álvarez Gil/TA.

Degradación

TA ofrece la columna diaria de Rafael Álvarez Gil

direojed Sábado, 13 de Noviembre de 2021 Tiempo de lectura:

Votar o no al nombramiento de un magistrado, en razón de los principios personales, te permite tener la conciencia tranquila. Y saber que has cumplido con la misión de que cualquiera no vale para desempeñar una función en el Tribunal Constitucional u organismos análogos. Luego vienen las presiones en el grupo parlamentario que, por lo demás, tan solo duran unos días. Porque la realidad, y los partidos lo saben, es que sale gratis renovar por renovar. Es decir, en 2023 nadie (o prácticamente nadie) se acordará si estas siglas u otras auparon a un perfil digno o a un indocumentado a una alta instancia o institución. Electoralmente no repercute ni una cosa ni la otra. Ahora bien, lo que sí incide en el comportamiento del votante (y mucho) es el clima social que se respira. Y es evidente el diagnóstico: decadencia del sistema político.

 

Y aquí los aparatos no están al corriente: la desafección ciudadana es enorme y puede que irreversible. En la calle el nivel de pasotismo, por no decir hartazgo, hacia la gestión pública y todo el universo que le rodea era inimaginable hace unas décadas. Tras la Gran Recesión de 2008 (que nos despertó y evidenció el cúmulo de falsedades colectivas que solo el dinero fácil y la prosperidad reinante nos hacía mirar hacia otro lado) todo se ha ido degradando.

 

Sin partidos políticos que gocen de una razonable credibilidad, la democracia se marchita. El problema está en que estos son incapaces de regenerarse porque han entrado en una espiral de cosificación de la ideología, de banalidad de los mensajes y sobreprofesionalización que impide la periódica oxigenación que todo colectivo precisa. Militantes románticos por unas ideas, quedan cada vez menos. Es más, la figura del militante ya es incómoda para el aparato porque, más allá de ser llamado cada cuatro años para pegar carteles y cubrir una mesa electoral, no tiene acomodo a lo largo del mandato. La organización se vuelca en la gestión de las administraciones (cuando no padece el duro desierto de la oposición) y el proyecto político queda postergado.

 

A qué modelo de partidos y de participación nos dirigimos, lo ignoramos aún. Pero el que conocimos desde la Transición hasta la fecha se difumina. Y los encuentros multitudinarios en plazas y recintos deportivos dan lugar a citas domésticas que cubren unos mínimos de cara a los medios de comunicación. El peligro de que la degradación persista es que suframos con el tiempo la tecnocracia que, tranquilamente, puede operar como una dictadura enmascarada. Al neoliberalismo no le interesa que haya partidos.

 

El discurso no es inocente. Por eso muchos en Bruselas se apresuraron en la crisis al intento de imponer tecnócratas en aquellos estados en los que la deuda pública se disparaba y asomaba el rescate. Otro tanto vale para los sindicatos de clase, que hace unos años recibieron críticas a mansalva pero con la finalidad encubierta de que desaparecieran. Y si no hay centrales sindicales, pierden los más débiles en el tejido productivo. Que reaccionen las siglas, difícil es; la inercia es potente. Pero el riesgo de involución democrática nos acecha.

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