En 2011 fue la última vez que concurrió el fenómeno sociopolítico de la ola electoral. El mecanismo efectivo, arrollador en las urnas, de alternancia periódica en el poder mediante el neoturnismo. En 2011 el PP logró mayoría absoluta, reconociendo el votante (entonces) que la manera de salir de aquel atolladero de la crisis económica era confiar en las siglas opuestas a las que gobernaban desde 2004. Para la opinión pública era, en términos coloquiales, la última bala. Se confiaba, a pesar del fenómeno del 15M, que una legislatura del PP era la solución o el mal menor para encaminar los problemas que estaban presentes.
Así las cosas, la ola electoral operó como estábamos acostumbrados desde 1977, primera cita con las urnas. En mayo de 2011 Rajoy alcanzó un logro importante en las comunidades autónomas del régimen común y en numerosos consistorios, viéndose ya lanzado a La Moncloa. José Luis Rodríguez Zapatero decidió adelantar los comicios generales para evitar un mayor desgaste del PSOE. Y convocó a la sociedad el 20N de ese mismo curso. Rajoy ganó con diferencia a Alfredo Pérez Rubalcaba, que cosechó 110 escaños, hasta ese momento el peor resultado del PSOE desde las 125 actas de Joaquín Almunia en marzo de 2000. El mandato de Rajoy salpicado por los escándalos de corrupción del PP, los papeles de Bárcenas y la austeridad a mansalva que empobreció a las clases medias y trabajadoras, ahondó en el descontento social y, por ende, favoreció la irrupción del multipartidismo. En diciembre de 2015 y junio de 2016, Rajoy volvería a ganar pero sin disponer de mayoría absoluta, teniendo a la derecha fragmentada (Ciudadanos) y salvado en última instancia gracias a la abstención del PSOE que quedó roto con la disputa entre Pedro Sánchez (‘no es no’) y Susana Díaz. El neoturnismo como receta finalizó, no daba más réditos a la arquitectura constitucional del 78.
Hoy por hoy, las encuestas señalan que el PP sería primera fuerza de haber elecciones. Pero quedaría muy lejos de una mayoría absoluta. Y necesitaría, en todo caso, de Vox para gobernar. Quizá de algunas siglas menores más que se añadiesen. Un PP en torno a 120 escaños no es una ola electoral. Es una ‘miniola’. La misma que recogió Sánchez en 2019: 123 diputados en abril y 120 actas en noviembre; una repetición de las elecciones que constituyó un error tremendo para Ferraz y solo sirvió para dar auge a la presencia de la ultraderecha en el Congreso de los Diputados.
Las olas electorales de antaño estaban asociadas a un bipartidismo que ya no existe ni volverá. Lo que ocurre es que el sistema electoral que tenemos es el que es y, a efectos prácticos, prima a la primera fuerza en las circunscripciones pequeñas y medianas. Según sea el PSOE o el PP el que ocupe esta posición, es justo lo que le permite distanciarse del otro en la Cámara Baja, tener unas decenas o un puñado de escaños más que su estricto competidor. El PP necesitaría más de Vox en 2023 que el PSOE de Podemos en la actualidad. Y si nos guiamos por los sondeos, se constata (¡otra vez!) que se finiquitaron las olas electorales y se confirma que el neoturnismo no sobrevive por sí mismo sino que requiere de su socio en bloque. Es un PP distinto al de Rajoy. Será un PP sujeto a la ultraderecha. O, en el mejor de los casos, bendecido por una abstención del PSOE en la sesión de investidura. Una abstención que no solo destartalaría a Ferraz sino que profundizaría en la erosión del sistema del 78.
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