Si no fuese por la prensa extranjera y la justicia en Suiza, la opinión pública no hubiera conocido el enorme ramillete de supuestas corruptelas que protagonizó Juan Carlos I valiéndose de su posición; donde confundió inmunidad con impunidad pero que, en todo caso, delata su catadura moral: comisionista sin ton ni son que incluso vislumbró el tráfico de armas. Este ha sido el perfil del jefe del Estado que hemos tenido, más allá de su contribución a la vanagloriada Transición donde (méritos suyos aparte, que los tiene) no le quedaba otra que activar un proceso de democratización tras la unción del cuño franquista en la sucesión que le vino dada.
El periplo judicial español va camino de ventilarse amén de una Fiscalía que, atrincherada en el pretexto de la inviolabilidad y la regularización fiscal donde el rey emérito fue oportunamente avisado, deja morir la querella pertinente. Con todo, la rotura política es innegable, el daño está hecho. Y los cimientos del sistema del 78 se tambalean por el legado de un monarca acompañado por una sociedad que se transforma a marchas forzadas: la Gran Recesión de 2008, la pandemia, la crisis social con unas clases medias menguantes y, cómo no, el ‘procés’ y el desafío territorial.
Felipe VI es hijo de su tiempo. También de su padre: renuncia a la herencia (que en Derecho aún no puede hacerlo) pero justo no lo hace a la Corona, el mayor valor de esa particular transmisión que recibe por ser hijo del padre, y no por otra cosa. No se puede separar un escándalo del titular de la institución cuando esta es unipersonal y hereditaria. Sin el PSOE, sin Pedro Sánchez, Felipe VI hubiese caído. Y seguramente estaríamos ahora inmersos en una mayor incertidumbre procelosa si cabe. Pero muy difícil lo tendrá Felipe VI si su imagen queda encaramada en exclusiva a las derechas mesetarias; renunciando, por tanto, a la izquierda social y los nacionalismos periféricos. Y nada indica que esta lectura haya penetrado por ahora en la Casa Real; probablemente, porque de hacerlo, sí estaríamos ya disfrutando de una monarquía parlamentaria que trata por igual todas las sensibilidades políticas y territoriales. Al fin y al cabo, el monarca en su discurso dirigido por Televisión tras el 1 de octubre en Catalunya, excluyó a los dos millones de independentistas que, para La Zarzuela, también serían teóricamente sus súbditos. Pero ese error lo cometió: intentó reproducir a su progenitor tras el 23F y falló.
La inviolabilidad jurídica de Juan Carlos I entre 1975 y 2014 no niega el lado oscuro de un reinado. Y supera el recuerdo de aquellas generaciones de la Transición que lo veneraron (en el centroizquierda hubo ‘juancarlistas’) y votaron al ‘felipismo’ desde 1982 hasta 1996 como claro síntoma modernizador de un Estado que trataba de sacudirse el franquismo y acercarse a una Europea que, por otra parte, tampoco es la de hoy en su modelo social. Con o sin la Fiscalía, la grieta es indiscutible. Y no frenará el paso del tiempo, la justicia poética arrojada por el pulso social en sus recurrentes lecciones históricas.
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